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Un soneto abre La mesa italiana (Renacimiento) y da las claves de este poemario que no guarda relación con manuales gastronómicos ni con la moda master chef que sacude las televisiones de todo el mundo. El poema hace referencia a los actores de un reparto que se reúnen para leer conjuntamente y en privado un guión y es la puerta para acceder a este viaje de Víctor Jiménez (Sevilla, 1957) por todos los hombres que ha sido el también autor de los celebrados libros Taberna inglesa y El tiempo entre los labios desde que naciera en el barrio de San Bernardo, en una casa próxima a las vías de ese tren que cruza en diversas ocasiones su nueva entrega de versos.
La mesa italiana, que su autor presenta hoy (19:30) en la Biblioteca Pública Infanta Elena dentro del ciclo Letras Capitales y acompañado por otro poeta, cómplice y amigo, Antonio García Barbeito, emplea como título de distintos poemas referencias a películas conocidas para exponer esa "efímera cartelera de incertidumbres" que es la vida de cada uno. Sin embargo, como recuerda en el esclarecedor prólogo y a propósito de ese juego equívoco otro gran escritor, Juan Lamillar, no es éste un poemario sobre cine: "El libro no nos habla de las películas que los títulos parecen anunciar sino que se ampara en ellos para desplegar una geografía (una cinematografía) personal de circunstancias y sentimientos". "Aunque hay que recordar", añade Lamillar, "que, si la poesía es una cuestión de miradas, el cine amplía esa condición y la convierte en su fundamento".
La memoria, como en anteriores trabajos de Víctor Jiménez, que se gana la vida como profesor de instituto y ya vertió muchas de sus experiencias en las aulas en el poemario Al pie de la letra (La Isla de Siltolá, 2011), cumple un papel decisivo en estas páginas que invitan a la reflexión y a la melancolía. "Huyo de la poesía hermética. Como le ocurre a los cantaores con el pellizco, en mi experiencia de lector necesito que los versos me golpeen el corazón. En general, para que la poesía sea buena, quien la lea tiene que asimilarla como suya, revivir su experiencia en el poema, leer los versos ajenos sintiéndolos propios", reflexiona este autor de palabras austeras y versos limpios que, sin mediar alharacas, ha construido una de las voces más personales e intensas de su generación. Y soleares tan punzantes como ésta: "No sé nunca en esta fecha,/ por más vueltas que le doy,/ qué regalarle a tu ausencia".
En los versos de Jiménez palpita la tradición sevillana que viene de Bécquer, los Machado y Cernuda y continúa con maestros a los que cita con gratitud, como Rafael Montesinos, Fernando Ortiz y Aquilino Duque, o con nuevos exponentes como Lutgardo García; al mismo tiempo, su palabra depurada y concisa remite a la gran poesía inglesa y norteamericana cuya huella le alcanza, explica, "gracias a Cernuda y sobre todo a grandes poetas que son a la vez traductores como Antonio Rivero Taravillo y Juan José Vélez Otero, cuyas versiones me han ayudado a apreciar, pues no me manejo en inglés, la belleza de esa lírica".
En las cuatro partes que estructuran La mesa italiana el poeta hace las paces, de algún modo, con todas las personas que ha sido. El tono ligero de los inicios del poemario se va cargando de intensidad conforme se acercan los últimos versos. Levanta acta de sus querencias y de sus gratitudes desde la infancia y la adolescencia, recuerda el descubrimiento del amor, aborda el tema de la muerte en una tercera sección que se abre con tres versos de un autor que le ha causado un gran impacto, el estadounidense Donald Hall ("Escondámonos bajo el fango de la orilla del estanque/ y confirmemos que es justo/ y apasionante perderlo todo") y concluye con un poema dedicado a Jacobo Cortines, Pregúntale al viento, donde se interroga sobre cuánto hay de él en los personajes que han desfilado por estas páginas como "el muchacho que mira, desde el puente,/ el humo de los trenes, fugitivo".
La variedad temática se corresponde también con la formal en una obra que alterna sonetillos, soleares, un poema narrativo que hace referencia a Charles Dickens, versos libres y sobre todo, sonetos, una forma poética que admira desde que leyó de niño a Miguel Hernández y Blas de Otero y por el que continúa sintiendo predilección, al igual que le ocurre a sus colegas Francisco Mena Cantero y Enrique Barrero, con los que codirige la colección Ángaro que -pese a la falta de ayudas oficiales que obligó a cancelar el premio que patrocinaba el Distrito Sur- acaba de cumplir 47 años comprometida con los poetas de ahora.
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