Todavía el 98
Los nietos del Cid | Crítica
A un cuarto de siglo del primer centenario del 98, Athenaica publica, corregida y aumentada considerablemente, Los nietos del Cid, obra de Andrés Trapiello donde se vindica y se elucida a la llamada Generación del 98
La ficha
Los nietos del Cid. Andrés Trapiello. Athenaica. Sevilla, 2023. 376 págs. 25 €
Pasados veinticinco años del llamado Desastre del 98, Azaña titularía así, “¡Todavía el 98!”, una serie de artículos publicados en la revista España, en los que daba contestación a un artículo de Ramiro de Maetzu, donde afirmaba que los ideales políticos de aquella generación los estaba llevando a cabo la dictadura de don Miguel Primo de Rivera. La respuesta de Azaña se enfocaría, entonces, a mostrar la naturaleza impolítica, conservadora, cuando no reaccionaria, de aquella heteróclita porción de escritores, cuya ejecutoria se asociaría, de modo difuso, con la pérdida de las colonias y cierta reclamación del espíritu vernacular de España. En Los nietos del Cid, felizmente reeditado ahora, tras publicarse, hace un cuarto de siglo, en el primer centenario del 98, Andrés Trapiello procede a la operación contraria; esto es, a detraer la sombra parasitaria de lo político de un grupo de escritores cuyo oficio fue, en mayor modo, el de la literatura, y como tal se les juzga, se les glosa y les expurga, trayendo de paso una crecida nómina de escritores menores, que el tiempo había orillado, no siempre con justicia.
Esta segregación de lo político, desplazándolo a un lugar secundario, y en cualquier caso, excéntrico de lo literario, viene de una doble necesidad de carácter histórico: la ya aludida estampa, entre idealista, pueril y reaccionaria, que ofrece Azaña de sus precursores, incluido el pintoresco Idearium de Ganivet; y la crasa politización, mucho más notoria y perdurable, que promoverán tanto la guerra civil como las lecturas posteriores de dicho conflicto. En tal sentido, la obra de Trapiello Las armas y las letras ofrece una abundante leva de escritores, de todo signo y consideración, en los que la ejecutoria bélica de cada cual (no siempre honrosa, como es fácil imaginar), queda anotada junto a sus méritos o deméritos literarios. Es esta amarga trabazón de la ideología y el arte, en su aspecto menos liberal, la que acaso propiciara otro de los fenómenos señalados por Trapiello, cual es el repudio de lo español, por la propia intelectualidad española, durante una parte importante de la segunda mitad del XX. Razones todas que concurren a justificar la idea inicial que sustenta este libro: la vindicación de unos escritores excepcionales, en tanto que literatos, sin olvido de su pormenor biográfico y humano.
El mérito más inmediato de esta obra es, pues, el de recordar la extraordinaria relevancia artística de unos escritores, que luego se verían desplazados por la generación del 27. Y ello por motivos que no excluyeron, tampoco, el matiz político. Hay, sin embargo, otro valor en esta obra de Trapiello, en la que se reclama a Unamuno, a Baroja, a Azorín, a Valle Inclán, a JRJ, a los Machado, a Rubén, a Maetzu, a Rusiñol, a Benavente, a Manuel Bueno y un abultado etcétera; pero también a muchos otros, desde Galdós y Echegaray a Ortega y d'Ors, que exceden el propio ámbito de los noventayochistas. Tal valor es la virtud polémica con que Trapiello compone estas páginas; páginas en las que se ofrece no solo una defensa razonada de la primacía de tales autores, sino una expresión de sus propios gustos -los de Trapiello- con los que el lector coincidirá o no, lo cual es irrelevante, pero que traen al territorio de lo vivo la barojiana lucha por la vida, en cuanto al sucederse de las generaciones y las modas, asunto que en Los nietos del Cid Trapiello expone en toda su vulgaridad y crudeza.
Fijémonos, pues, en que Azaña señala como impolítico lo que la guerra y la posguerra politizarán hasta un extremo inaceptable (véase el caso de los hermanos Machado). Este lento exfoliarse del escritor, despojado ya de sus cédulas ideológicas, a la hora de avalorarlo como tal, como escritor autosuficiente, asunto en el que el 98 también destacará, al margen de una bohemia mísera e irrestricta; este reobrarse del arte en cuanto tal, sin la finalidad espuria de elogiar o infamar una literatura por la opinión mundana del artista, es lo que Trapiello aborda aquí, corregido y aumentado, para descubrirnos una edad de oro donde otros solo vieron el crepúsculo de un viejo imperio.
La vida impresa
Lo cierto es que la idea de un 98 un tanto retardario, melancólico, de vago ruralismo, con que Azaña retrata a sus antecesores literarios inmediatos, no coincide exactamente con la agitación urbana y el oficio periodístico donde destacarán buena parte de los miembros de aquella generación; y ello a pesar de que el periodismo, según Valle, “avillana la prosa” (y Valle publicó mucho y bien en los periódicos), y de que los periódicos industriales, de gran tirada, que suplen a las fugaces cabeceras de partido, aún tardarán algunos años en alcanzar su época dorada. No es, sin embargo, lejos de la prensa y las revistas, sino en sus mismas páginas, donde Unamuno, Azorín, Maetzu y muchos otros alcanzarán una notoriedad que es hija, en parte, de las rotativas. Si ya Larra y Bécquer adquieren su fama y su peculio, varias décadas atrás, con el oficio de gacetillero, la trabazón de literatura y prensa se habrá perfeccionado aún más cuando llegue la hora de Clarín, Rubén, Bonafoux y Azorín, cuyo manierismo fue un manierismo de la sencillez, aplicado con éxito a los diarios. Esta contextura social y artística del plumilla es otro de los aspectos históricos en los que Trapiello cimenta, sólidamente, su tesis áurea.
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