Todas mis frases son la primera
En un gesto editorial valiente, si no temerario, La Uña Rota reúne en un volumen casi toda la producción de Juan Mayorga, uno de los dramaturgos más destacados del teatro español reciente.
Teatro 1989-2014. Juan Mayorga. La Uña Rota. Segovia, 2014. 776 páginas. 25 euros.
Iniciativa arriesgada la de los segovianos de La Uña Rota (que además editan con gusto y evidente cariño) al recopilar la casi totalidad de la producción dramática de Juan Mayorga (Madrid, 1965), de quien, junto a las obras primeras y desconocidas o a las más famosas y laureadas, se rescatan en este contundente volumen tres inéditos hasta la fecha: Angelus Novus y las más recientes Los yugoslavos y Reikiavik. Y es que si ya no se lee, ni se va al teatro, leer teatro puede que incluso esté prohibido dentro de poco. El gesto editorial resulta así valiente, por no decir temerario, si bien no es menos cierto que Mayorga representa al dramaturgo de éxito y largo recorrido, responsable de un corpus teatral denso y reincidente en temas y formas que reclamaba un tratamiento compilatorio y cronológico para mejor sentir en él las mareas que lo entrecruzan, la música callada en forma de ritornelos que lo atraviesa.
No hace demasiado, en su estupendo blog El diario de Próspero, Pablo Bujalance celebraba la aparición de este libro y recordaba la trascendencia de un repertorio como el de Mayorga, cuya indiscutible pregnancia localizaba en el equilibrio demostrado frente a las tensiones de un escurridizo entredós: el rigor intelectual y la pasión por el teatro de un lado, la vocación de cercanía con el público por otro. Su opinión la corrobora una de las grandes especialistas en la obra de Mayorga, Claire Spooner, profesora en la Universidad de Toulouse y autora del prólogo de la edición, quien nombra este nada común funambulismo artístico a partir de la doble especialización del autor en filosofía y matemáticas, lo que explicaría su facilidad para llevar lo abstracto a lo concreto; también la de acompañar lo complejo y paradójico de una lógica implacable que ahuyente la tentación de la complacencia en los grandes temas de regusto metafísico. La clave, claro está, recae en cómo esto llega a la escena, no bajo la voluntad de representar con verosimilitud un mundo, sino a lomos del deseo de su epifanía: todo empieza aquí, ahora, con la palabra que rasga el silencio y la oscuridad. Sean los conjurados en el exilio de Siete hombres buenos, el Bulgákov que pesa frases en Cartas de amor a Stalin, las confesiones liminares de un mono o una señora del orden de los quelonios (Últimas palabras de Copito de nieve, La tortuga de Darwin), o las lúdicas refriegas dialécticas de hombres acorralados e interdependientes (El crítico, Los yugoslavos, Reikiavik, El traductor de Blumemberg), el teatro de Mayorga hace pensar en una determinada desnudez rota por voces demiúrgicas que crean el mundo al nombrarlo y en ese mismo movimiento exponen su lenguaje a una sospecha, y por lo tanto a una autopsia.
Son estas obras, entonces, como puras y reconcentradas, pero a las que el adjetivo metateatral o metalingüístico se les queda pequeño. Más bien parece como si señalaran que el tópico del teatro-dentro-del-teatro (que recorre la producción mayorgiana y al que se hace explícita referencia por ejemplo en El crítico) necesitara ser despojado de su glamour escénico y vuelto a pensar más allá de su habitual condición de recurso ingenioso. Ahí, la formación filosófica de Mayorga marca la diferencia con la mayoría de dramaturgos y directores españoles, pues el suyo responde a un pensamiento del límite, del juego de lenguaje, del devenir y la extranjería, del suplemento y la alegoría. Es decir: Beckett, Brook, Brecht, pero también Wittgenstein, Derrida, Deleuze y Benjamin, autor a quien dedicó su tesis doctoral y que sobrevuela la fragilidad de sus escenas, su poética de interrupciones, pasadizos y ruinas, la manera en la que gestionar espacialmente la idea de que el tiempo nunca pasa del todo, de que los muertos nos rodean.
Todo en Mayorga gira alrededor de la palabra y su metafórica: constataciones elementales ("cambiando una palabra se cambia el sentido", Cartas de amor a Stalin), desviaciones siniestras de los signos ("[…] las palabras preparan muertes; las palabras matan. Las palabras marcan a la gente que hay que eliminar: judío, burgués, comunista, fascista, terrorista", La tortuga de Darwin), recapitulaciones visionarias ("¿Una enfermedad que se transmite por la palabra?, ¿Una palabra que infecta?", Angelus Novus). Y en esto sus personajes se asemejan a miniaturas de su creador (sobre todo en la encarnación del deseo de ir más allá, de trascender las fronteras del lenguaje y de la comunicación) los unos esperando -y delirando- encontrar las palabras justas que les desbrocen el camino, el otro, desde la resaca y la posguerra, reinaugurando no muy lejos del esfuerzo de Sísifo el teatro como ritual lingüístico en el que la palabra, como dijera Auerbach de los primeros textos bíblicos, nace de un "trasfondo", una oscuridad inaugural y descontextualizada que nimba su misterio y excita nuestra fascinación, también nuestro sueño utópico de transformar lo real.
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