Tintín en la cara oculta

Viajes fabulosos. Entrega II

En cierto modo, Neil Armstrong no fue el primer hombre en pisar la Luna: antes estuvo el reportero más famoso de todos los tiempos

Tintin
Tintin caminando por la Luna en una de las viñetas de Hergé. / D. S.
Luis Manuel Ruiz

11 de agosto 2019 - 06:00

A mediados del siglo XIX, predio del Positivismo y las ciencias exactas, la Luna ha dejado de ser un mundo de misterio para pasar a convertirse, como la jungla del Indostán o la meseta del Far West, en una excusa para el colonizador. Así, todo lo que en épocas anteriores existía de poético o alucinante en el viaje a la Luna se vuelve aquí dato contrastable, afán de contabilidad, albarán, compás y escuadra.

Si el barón de Münchhausen, ya en las postrimerías del XVIII, se había servido de un navío con las velas henchidas para ascender al astro, los héroes de Julio Verne, que escribe en 1865, recurren al expediente bastante más drástico de la pólvora y una bala de obús. Los proyectiles harán fortuna en la carrera espacial: con la salvedad de H. G. Wells, quien en Los primeros hombres en la Luna (1901) emplea la socorrida cavorita, un material desconocido con el poder de anular la fuerza gravitatoria, es con un cohete con la inconfundible fisonomía de los V-2 nazis que Friede Velten, protagonista de La mujer en la Luna (1929), de Fritz Lang y Thea von Harbou, arriba a las alturas. Igual que lo hará el reportero más famoso de todos los tiempos, en otro vehículo jaquelado en blanco y rojo que se ha convertido en uno de los mayores emblemas de la exploración espacial.

En los países francófonos se sabe bien que, a pesar de lo que proclamen los noticiarios, Neil Armstrong no fue el primer hombre en pisar la Luna: antes estuvo Tintín. De hecho, en julio de 1969, los rotativos belgas publicaron una viñeta, de mano del propio Hergé, en donde el asombrado astronauta americano era recibido, en pleno Mar de la Tranquilidad, por sus personajes de cómic (Tintín, Milú, el capitán Haddock, el profesor Tornasol), acampados allí al menos desde 1950, cuando comenzó la publicación en entregas de la crónica de su odisea, Objectif Lune.

Georges Remi, conocido como Hergé, llevaba dibujando los avatares del perenne aventurero del jersey turquesa desde hacía 21 años; durante ese lapso, había tenido ocasión de hacerle visitar la Rusia soviética, la China invadida por los japoneses, un meteorito plantado en el Polo y el fondo de los océanos. Su apetito de nuevos horizontes le impulsaba aún más lejos: y así fue a poner rumbo al destino más remoto que la imaginación de la época permitía, en otra excursión inaudita que iba a convertirse en un sendero de espinas para su propio creador.

El díptico de la Luna es seguramente la entrega más oscura, adulta y casi solemne de Hergé

Los dos álbumes en que Tintín proyecta y ejecuta su viaje espacial, en castellano Objetivo la Luna y Aterrizaje en la Luna, forman una suerte de gozne, de punto de inflexión, en el conjunto de las correrías de su protagonista: precisamente el momento en que Hergé, acosado desde temprano por depresiones y tormentos nerviosos que a menudo interferían en su labor, alcanza su madurez como artista. Si bien llevaba barajando la posibilidad de enviar a sus criaturas a las estrellas al menos desde los años de la guerra, el prurito de verosimilitud (una de las constantes de su carrera), la manía casi patológica por respetar al milímetro los pormenores de cada localización, le impidieron ponerse manos a la obra antes de 1950: sólo una vez que hubo considerado suficientemente gruesas las carpetas en que almacenaba sus recortes de prensa y otros materiales gráficos.

El hombre que diseña las primeras escenas del viaje interplanetario, donde el profesor Tornasol se decanta por la energía atómica, está exhausto. Lleva décadas de producir páginas sin tregua, tanto de Tintín como de sus adláteres Jo, Zette y Jocko o Quick y Flupke, torturado siempre por la dolorosa escrupulosidad en los detalles, obsesionado por la redondez de su obra; para colmo, lleva sobre sí la ansiedad por haber sido acusado de colaboración con el régimen de ocupación nazi y la reciente muerte de su madre. Un día de 1950, el lápiz se detiene: justo en una viñeta donde, convaleciente, Tintín yace en una cama de hospital.

Cubierta de la edición belga de 'Aterrizaje en la luna' (1952-1953).
Cubierta de la edición belga de 'Aterrizaje en la luna' (1952-1953). / D. S.

Seguramente, el díptico de la Luna es la entrega más oscura, adulta y casi solemne que hasta la fecha habían conocido las aventuras del reportero. Los comentaristas suelen celebrar su realismo, pero hay otras cosas: el color negro dominante en los encuadres de la segunda parte, los paisajes desolados de un mundo sin hollar, el suicidio del personaje de Wolff, crean en torno a la acción una atmósfera de recogimiento y duda, como un halo de presagios funestos que retrata el ánimo del hombre que lo concibió.

Perseguido por el derrumbe emocional, Hergé necesita huir a las montañas suizas y contemplar la leña de la hoguera o el temblar del sedal al rajar las aguas del lago de Ginebra antes de reconciliarse consigo mismo y su creación. En el mismo emplazamiento en que, más de un siglo antes, Mary Shelley fraguó la historia de un ser que amenaza con aniquilar a quien le dio la vida, Hergé comprende, igual que le sucedió a Conan Doyle en las cataratas de Reichenbach, que el objeto de su imaginación es mayor que él mismo y que ha de defenderse de su influencia, de su voracidad, si no quiere verse engullido por su sombra. Es como si hubiera puesto un pie en la cara oculta de la Luna.

El impasse se demora un año completo y la mitad de otro. Cuando Tintín regresa a la revista que lleva su nombre para retomar sus andanzas por la superficie menos luminosa de nuestro satélite, ya no será el mismo. Su creador habrá delegado parte de su carga en los Estudios Hergé, una franquicia que le proveerá de nuevos dibujantes, guionistas, diseñadores, asistentes varios que le impedirán quedarse a solas con su hijo putativo y evitarán así todo chantaje o amenaza futuros que le puedan sobrevenir.

Los Estudios Hergé, encarnados en el eficacísimo Bob de Moor, trazarán los paisajes febriles de la Luna, construirán un modelo a escala del famoso cohete bicolor, tomarán sobre sí la tarea de galeote de rellenar con las filigranas necesarias cada una de las viñetas. Hergé se hallará a salvo, al menos de momento, de los fantasmas que pretenden envolverle: será sólo con Tintín en el Tíbet cuando, bajo la forma del blanco espectral de la nieve y el sudario, vuelvan a fustigar sus pesadillas. Entonces se iniciará un viaje a la muerte, pero ese es otro tipo de excursiones del que es mejor que nos ocupemos en semanas venideras.

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