Testigo de un punto cero del tiempo
Arte
En 'Las Parcas' Goya usa un tema central de la tradición griega para plasmar fuerzas oscuras que escapan al dominio del hombre
Sevilla/Goya apenas recurrió al repertorio de la mitología clásica. Sólo recuerdo la escultura de Palas Atenea en el retrato de Jovellanos y los ecos clásicos de una cabeza femenina a la izquierda del Desastre de la Guerra n.5 (Y son fieras). Con Átropos o Las Parcas, la pintura negra, convierte, sin embargo, en central un tema de la tradición griega.
Tampoco cultivó el aragonés de modo especial el paisaje pero en esta obra ha construido un paisaje: árboles que crecen de abajo a arriba, dejan a la izquierda un espacio vacío, a la derecha, como una aparición, las cuatro figuras (las tres Parcas y un hombre visto de frente) y en lo alto, al fondo, montes y nubes.
Son dos rasgos a tener en cuenta para acercarse a esta extraña pieza. Un tercer rasgo de interés es que estamos ante algo muy parecido a un nocturno. Es, si lo prefieren, ese adusto momento crepuscular el en que, desaparecido el color, aún no llegan las galas de la noche. El cuadro en efecto se ha construido sólo con variados matices de ocres, pardos y sienas, una dura gama de grises sin concesión alguna. Quédemonos de momento con estas tres notas: ¿hacia dónde apuntan?
Comencemos por Las Parcas. Las tres damas, Clotho, Láquesis y Átropos son un resumen de la vida humana. Clotho, la hilandera, hace surgir y entrelaza las fibras hasta formar el hilo de la vida. Láquesis, la que tira la suerte, traza la linea de la vida: va midiéndola con una vara y lo hace sin cesar porque su prolongación es siempre incierta. A veces lleva también un espejo que iría reflejando (con parecida incertidumbre) el tiempo de la vida. El nombre de la tercera mujer, Átropos, significa ausencia de cualquier movimiento, es el cese, la interrupción de la vida. Su símbolo, las fatales tijeras que cortan el curso de la vida.
La iconografía de estas tres damas abunda en la cultura mediterránea. No son amenazadoras o agresivas, ni están teñidas de especial dramatismo. Son casi siempre tres jóvenes, hermosas, con una sensualidad propia de una vestal. A veces las tiñe la melancolía y en algún caso al porte y rostro de Átropos se añaden los rasgos de una anciana. En general, se limitan a marcar con serenidad el ritmo del tiempo y aun en ocasiones sirven para celebrar el destino de una gran mujer, como Rubens que, valiéndose de las Parcas, eleva el destino de María de Medici hasta Júpiter y Juno. Las Parcas no hacen sino recordar el paso del tiempo, como, esos cuadros que representan las edades de la vida.
Goya se ocupa sin duda de Las Parcas. En el grupo de figuras que concentradas en algo más de la mitad derecha del cuadro, tras el hombre situado en primer plano (con las manos, tal vez sujetas, a la espalda), vemos a la derecha a Átropos y sus tijeras, más al centro, Láquesis y el espejo y a la izquierda, Clothos que deja la hilatura en beneficio del modelado de una breve figura humana. Pero queda una pregunta. ¿por qué dar a las tres damas, gentiles en la tradición, los rasgos de las brujas y las viejas alcahuetas de Los caprichos?
Para responder a la pregunta hay que examinar el ambiguo estatus de Las Parcas. No son propiamente diosas ni se las aceptó de entrada en el círculo olímpico. Quizá por su cercanía o pertenencia a la antigua religión helénica, la de los titanes, la de las oscuras potencias de la naturaleza. Más tarde las harán hijas de Zeus, pero manteniendo a su madre Themis, la justicia de la naturaleza, esto es el nudo acontecer natural, estricto siempre y justo por cruel que sea. Una antigua figura sitúa a Las Parcas a los pies de la necesidad natural. De este modo mantienen su anclaje en una naturaleza profunda, oscura, refractaria a toda explicación. Hijas de Zeus son sin embargo, superiores a él, como legados que son del destino.
Las tres diosas señalan así una región oscura, una línea que tiñe de sombra la racionalidad que los ilustrados concedieron a la naturaleza. El animal humano pasa de ser el centro del mundo a verse maniatado, como la figura del cuadro, por oscuras fuerzas naturales que escapan a su dominio.
Goya no se ha abandonado al fatalismo, sólo ha aprendido que la naturaleza antes que forma es fuerza. La forma se deja ver y se deja modelar. La fuerza, antes que darse a la mirada, empuja, se hace sentir, altera las cosas, las cambia. El convencido ilustrado cercano a las reformas de Jovellanos y a las de Godoy, se ve de repente inmerso en una doble ola de violencia: unos quieren imponer por la fuerza los valores ilustrados y otros mantener con la crueldad necesaria el rey absoluto, la Iglesia inquisitorial y las antiguas supresticiones. Las Parcas son la confesión de un inhóspito punto cero entre las esperanzas ilustradas y las que pudieran suscitar los héroes anónimos del Dos de Mayo. No hay alternativa. Sólo silencio. Goya no intenta un nuevo clasicismo ni se refugia en la mística de lo sublime: guarda silencio en la hora gris (como el cuadro) que separa las dos épocas en que le tocó vivir.
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