La aldaba
Carlos Navarro Antolín
Más allá de la voz de la Laura Gallego
Valencia enviado especial/El director y dramaturgo Salvador Távora (Sevilla, 1934) recogió anoche emocionado el Max de Honor en reconocimiento a su extensa y fructífera trayectoria. Lo hizo en la vigésima edición de los galardones por excelencia de las artes escénicas españolas, durante una gala celebrada en el Palau de les Arts de Valencia, organizada por la Fundación SGAE y en la que el veterano creador no fue la única figura andaluza con motivos para sonreír en una noche que coronó al espectáculo Només són dones (Sólo son mujeres) de la compañía catalana Factoria Escènica Internacional como la mejor producción teatral de la temporada.
Poco antes de recibir el galardón, el sevillano reconocía a este periódico albergar "el mismo sentimiento de inquietud, de incertidumbre" que cuando era jovencito y salía a los ruedos, en la etapa en la que ejerció de novillero. "Me alegro por los demás, por la cantidad de amigos que tengo, por quienes han sido tan solidarios con mi trabajo, pero estoy nervioso", admitía.
A sus 83 años, y convertido ya en una leyenda de las artes escénicas en España, Távora entiende el arte como una manifestación genuina del ser humano. "No puede ser una profesión. Si tú ves a Picasso, ves que era así. Si lees a Lorca, compruebas que era tal como se expresaba. Y en Alberti también percibes a la persona. Hay quien cree que puede ser actor por la mañana y por la tarde otra cosa, pero el arte, tal como lo veo, no es algo que te quites y te pongas, es un sitio donde reflejas lo que eres, más bien una prolongación de los deseos de la persona". El creador, que al recoger su Max de Honor evocó sus 45 años de lucha, lamentó asimismo que las administraciones "insistan en hacer grandes producciones y no apoyen el teatro pequeño, íntimo, verdadero. Estos días he visto en mi teatro del Cerro del Águila una pieza pequeña, Casandra, un espectáculo que es una maravilla, y salí dolido y frustrado porque obras así acaben arrinconadas".
De todos sus trabajos, Távora mostró predilección por Andalucía amarga (1979), "porque se hizo en un momento en el que parecía que ya no hacía falta el compromiso, que estaba todo arreglado, pero sólo estábamos, estamos, en el comienzo", opina. En su memoria ocupa un papel destacado asimismo Quejío (1972), aquella mítica pieza con la que inició su andadura La Cuadra que ayer calificó, por extensión, como "el quejío de todo un país". "Ese espectáculo resume las preocupaciones que he tenido como creador, ya estaban ahí", señala sobre una propuesta que rompía con lo establecido. "A algunos les costaba llamarlo teatro, hasta que pegamos el porrazo en La Sorbona", recuerda sobre la repercusión internacional que tuvo aquel montaje, que se vio en Francia gracias al deslumbramiento que causó en Jack Lang. Una joya que se recuperó hace unos meses con motivo del 45 aniversario, y que Távora pudo observar "por primera vez como espectador". "La primera función estaba con lágrimas en los ojos. Entendí por qué se habían dicho cosas tan bonitas de la obra".
De los diferentes personajes que ha abordado, Távora evocó a Carmen, la cigarrera, a la que dio una nueva vida, contó, "indignado porque en la historia de Mérimée no apareciera ningún andaluz honrado". También reivindicó las raíces de Picasso con un espectáculo que se llamaba, precisamente, Picasso andaluz. "Me habría encantado que hubiese visto lo que hicimos, porque ahí estaba él, su sufrimiento como pintor", asegura. De quien sí logró una conmovedora identificación fue de Gabriel García Márquez, cuando adaptó su Crónica de una muerte anunciada. "Veníamos de una versión de Eurípides, de Las bacantes, y había gente que se había escandalizado por el texto que habíamos quitado. Pero con esta obra, precisamente, el mayor admirador que encontramos fue García Márquez. Nunca olvidaré el día que vino a vernos. Me dio un abrazo enorme y me dijo: ¡Al fin he encontrado a alguien más loco que yo!".
Entre los demás andaluces respaldados por los Max estuvieron el malagueño Ángel Ruiz, mejor actor protagonista por Miguel de Molina al desnudo, que apuntó que el fin del teatro, en su opinión, es "dar una bofetada a nuestras conciencias", motivo por el que hizo esta obra, un tributo a su protagonista de atormentada biografía pero también "a todos los que sufrieron una persecución"; el algecireño Paco Ochoa, mejor actor de reparto por El laberinto mágico, producción del Centro Dramático Nacional y adaptación a las tablas de la narrativa de Max Aub; y el Hamlet de Teatro Clásico de Sevilla, que se llevó la distinción al mejor diseño de espacio escénico por esa fascinante estructura de espejos ideada por Curt Allen.
Aunque el Ballet Flamenco de Andalucía, nominado por Tierra Lorca, no pudo hacerse con la estatuilla al mejor elenco de danza -se impusieron los vascos Kukai con su Oskara-, el alto nivel del baile andaluz quedó de manifiesto durante la gala. El granadino Manuel Liñán, que ganó a su paisano Daniel Doña, venció en la categoría de mejor intérprete masculino de danza por Reversible, un espectáculo en el que viste bata de cola y reivindica con valentía ese lado femenino que la sociedad le reprimió en la infancia, razón por la que dedicó su victoria a "los bailarines y bailaores que se manifiestan tal y como son", y terminó su discurso reclamando "la libertad en el arte y en la vida". La malagueña Rocío Molina, entretanto, logró el Max a la mejor intérprete femenina de danza frente a otras candidatas andaluzas, Luz Arcas y Patricia Guerrero, un nuevo triunfo que Molina dedicó a su equipo y a sus padres "porque me enseñaron a no tener miedo". Su espectáculo, Caída del cielo, también se hizo con la manzana a la mejor iluminación, a cargo de Carlos Marquerie, y a la mejor coreografía, una buena nueva que celebró bailando en el escenario.
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