Ígor Stravinski, maestro de danza
Stravinski | 50 años de su muerte
En el cincuenta aniversario de su muerte, la música para la escena sigue sustentando el prestigio del compositor ruso
En 1907 la presentación de Borís Godunov de Mússorgski en París causó un enorme impacto en las élites francesas. El responsable de aquella producción había sido Serguéi Diáguilev (1872-1929), un artista frustrado con sueños de grandeza que ejercería una influencia capital en el desarrollo cultural de la Europa de principios del siglo XX. Diáguilev había intentado triunfar sin éxito como cantante, pintor y compositor ("dedíquese a otra cosa", le recomendó Rimski-Kórsakov; "algún día la historia juzgará quién de los dos fue más grande", respondió Diáguilev), pero tenía una desmedida confianza en sí mismo y eso acabó jugando a su favor. En una carta a su madrastra en 1905 se definía así: "Soy: primero, un charlatán; segundo, un gran seductor; tercero, un insolente; cuarto, un hombre que posee mucha lógica y pocos escrúpulos; quinto, un hombre afligido por la ausencia total de talento. Además, creo haber encontrado mi auténtica vocación: el mecenazgo. Tengo todo lo que se necesita para ejercerlo. Salvo dinero. Pero ¡ya llegará!".
El éxito de 1907 lo impulsó a llevar a Francia El Príncipe Igor de Borodin al año siguiente, pero hubo un desacuerdo con la Ópera de París y la representación se trasladó al Châtelet. Indignado por la rebaja de categoría, Diáguilev tomó una decisión que tendría una trascendencia enorme para el arte occidental: retiró la ópera y en su lugar presentó una serie de coreografías, para las que, eso sí, consiguió la participación de los principales bailarines del Teatro Imperial de San Petersburgo: Anna Pavlova, Vatzlav Nijinski, Tamara Karsavina, Adolf Bolm, Mathilde Kchesinskaya... Los Ballets Russes habían nacido así, un poco de casualidad, e iban a causar un auténtico terremoto artístico en París y por extensión en toda la Europa de su tiempo. De repente, todo el mundo hablaba de danza e incluso las óperas pasaron a un segundo plano de interés.
Uno de los grandes beneficiados de aquella maniobra iba a ser un compositor ruso, joven (pero no demasiado), alumno de Rimski-Kórsakov, que hasta entonces no había llamado la atención fuera de su país. Su nombre, Ígor Stravinski. Nacido en 1882 en una familia de músicos que no le prestó demasiada atención a su formación, Stravinski no había destacado ni como estudiante de Derecho ni como pianista. Para la primera temporada completa de Ballets Rusos en París (la de 1909), Diáguilev le había solicitado ya algunos arreglos. Pero su momento llegó en la temporada siguiente, para la que el coreógrafo Michel Fokine había preparado un nuevo ballet que se basaba en cuentos de la tradición rusa. Estaba previsto que El pájaro de fuego tuviera música de Anatoli Liadov, quien acabó rechazando el encargo. Diáguilev se lo pidió entonces a Stravinski.
Aunque aquel 1910 el gran éxito en París se lo llevó una coreografía sobre la Schéhérazade de Rimski, El pájaro de fuego sirvió para que el nombre de Stravinski empezara a sonar en los circuitos internacionales, un sitio que ya no abandonó nunca. El músico escalaría en apenas tres años a la cima de su arte, convirtiéndose en una auténtica referencia de la composición del siglo XX, el Picasso de la música, pues como el pintor malagueño, Stravinski cruzó el siglo marcando tendencias como uno de los artistas más influyentes de la centuria.
Y en esa trayectoria la música para la escena fue decisiva. Aunque no deben minusvalorarse sus óperas (El ruiseñor, Mavra, Oedipus Rex, Perséfone, The Rake's Progress; sólo la última, la más convencional, es habitual en los repertorios de los teatros en el siglo XXI) son sobre todo los ballets los que hicieron rápidamente la fama del compositor. En todo ello, la figura de Diáguilev sería esencial. De la docena de ballets que Stravinski escribiría a lo largo de su carrera, siete fueron escritos para los Ballets Rusos de Diáguilev.
Si en El pájaro de fuego, el color orquestal es heredado de Rismki, Stravinski parece inspirado también por armonías debussystas y un cromatismo que viene de Wagner. Para el año siguiente, Fokine se inspiró igualmente en el creador alemán buscando con Petrushka una obra de arte total. Curiosamente, Stravinski renuncia en ella al cromatismo; la partitura es diatónica, pero la revolución del ritmo ya estaba en marcha. En 1912, no hubo ballet de Stravinski en París, que centró su atención en el provocador trabajo de Nijinski a partir de La siesta del fauno de Debussy.
Diáguilev disfrutaba con las polémicas, porque animaban el negocio, así que el escandaloso estreno de La consagración de la primavera en mayo de 1913 lo llevó casi al éxtasis. Seguramente aquella tumultuosa première se ha mitificado, porque lo cierto es que la obra se convirtió rápidamente en un auténtico clásico, aclamado allá donde se representaba. La coreografía era esta vez de Nijinski, y el tema, también ruso, llevaba inscrita en sí la violencia que estaba a punto de cernirse sobre Europa, pues se trataba del sacrificio de una adolescente durante un rito primitivo. Cierto que la obra más que narrativa era alegórica (según Stravinski simbolizaba "el misterio de la primavera y su violenta explosión de poder creador"). Musicalmente, lo extraordinario de la partitura es cómo Stravinski fue capaz de manejar elementos característicos de la música popular (ostinati, modalismo), incluido el recurso a motivos tradicionales, con la impronta modernista del polirritmo y la politonalidad. Bartók entendió la obra al primer vistazo: "La Consagración es una suerte de apoteosis de la música rural rusa".
Y llegó la Gran Guerra. Y la revolución en Rusia. Y Stravinski se quedó sin el sustento de su familia y sin el trabajo parisino, obligado a vivir en el exilio suizo a costa de los amigos. A la vuelta del conflicto, la gente estaba saturada de violencia, y Stravinski parecía tener ya preparado el giro decisivo de su carrera. En 1920 hace dos nuevos trabajos para Diáguilev. Se trataba en ambos casos de arreglos: El canto del ruiseñor, elaborado a partir de su propia ópera breve El ruiseñor (que se había estrenado en París en 1914, aunque el compositor trabajaba ya en ella antes del encargo de El pájaro de fuego); Pulcinella, a partir de música del siglo XVIII (entonces adjudicada a Pergolesi, aunque hoy sabemos que buena parte de ella era de Domenico Gallo). Con Pulcinella, ballet cantado, Stravinski abre la vía del neoclasicismo, el estilo que marcaría a generaciones de compositores en todo el mundo. Frente a la disonancia y la tensión armónica constante de Schoenberg y sus discípulos, neoclasicismo significaba claridad diatónica, dominio de la melodía, armonías simples, ritmos regulares, texturas transparentes...
Ello no suponía que timbre y ritmo, los dos parámetros musicales en plena ebullición a principios del Novecientos, dejaran de tener trascendencia. Y la muestra, Las bodas, obra que terminó presentándose en 1923, pero que venía preparándose desde 1913. La ambientación volvía a la Rusia rural. Diáguilev encargó la coreografía a Bronislava Nijinska (la hermana de Nijinski), quien decidió volver al baile de puntas para estilizar los cuerpos femeninos, lo cual no acabó de ser entendido por el promotor. En cuanto a Stravinski, que había empezado por orquestar la partitura, acabó destinándola a un cuarteto de voces solistas, coro, cuatro pianos (utilizados básicamente como instrumentos percutivos) y percusión. El sorprendente resultado fue juzgado así por un crítico: "Una máquina para golpear, una máquina para azotar, una máquina para fabricar resonancias automáticas".
En los años 20, las relaciones entre Diáguilev y Stravinski se tensaron hasta la ruptura, que se produjo definitivamente en 1928. Diáguilev se enfadó por el estreno del Apollon Musagète en la Biblioteca del Congreso de EEUU, aunque luego incorporó inmediatamente la obra al repertorio de la compañía. Se trataba de la primera coreografía de George Balanchine con música stravinskiana, una pieza en la que el compositor buscó "un melodismo libre de folclore" y en la que apuntan algunos elementos jazzísticos. Pero lo que acabó de disgustar al promotor fue que Stravinski aceptara aquel mismo año el encargo que le hizo Ida Rubinstein para un ballet con música de Chaikovski, El beso del hada. El último y frío encuentro entre los dos hombres tuvo lugar en un tren de París en mayo de 1929. Stravinski lamentaría luego que el amigo muriera sólo tres meses después sin haber podido reconciliarse con él.
Cuando en 1939, Stravinski emigró a los Estados Unidos había estrenado ya otro ballet en Nueva York (Juego de cartas, en 1937), que supuso la continuidad de su colaboración con Balanchine. Escenas de ballet, auténtica sublimación de la abstracción clásica, se presentó en Filadelfia en 1944, y es una de sus composiciones menos afortunadas. De una extraordinaria economía de medios resultó su siguiente ballet, Orpheus (Nueva York, 1948), obra limpia, apolínea, que parece mirar de reojo a Monteverdi. Agon, que se estrenó en Los Ángeles en 1957, es la última obra escénica de Stravinski, una de esas partituras que tienen aún un pie en el universo diatónico del neoclasicismo y otro en el serialismo de su última etapa creativa, cuando una vez muerto Schoenberg, el vecino ignorado en California, el compositor ruso se pasó desarmado al bando dodecafónico. Fue la última pirueta de un músico que no sólo marcó terreno en el arte de los sonidos sino que revolucionó por completo el coreográfico.
Tres ballets con instrumentos de época
El conjunto Les Siècles fue fundado en 2003 por François-Xavier Roth con la intención de acercarse al gran repertorio de los siglos XIX y XX con instrumentos de época. El grupo ha publicado más de treinta discos en diferentes sellos, aunque fue sobre todo a partir de sus primeros registros con Harmonia Mundi en 2017 cuando su prestigio creció de forma exponencial. Roth recuerda que el gran paso adelante se dio en realidad en 2008-09 cuando afrontaron por primera vez el ciclo de los tres ballets de Stravinski. Luego, en 2013, coincidiendo con el centenario de la presentación de La consagración de la primavera, Les Siècles recuperó la versión tal y cual se escuchó el día del estreno, que Stravinski no dejaría de retocar hasta su edición en 1947. En 2014, Les Siècles registró por primera vez esta versión original de Le sacre junto a la Petrushka en su versión también original de 1911. Tres años antes, el grupo había grabado ya El pájaro de fuego, que acompañó con la música para Les Orientales, otro de los ballets presentados aquel año por Diáguilev en París, que contaba con música de Glazunov, Arensky, Sinding y Grieg. Son aquellas grabaciones, publicadas en su día por Actes Sud, las que recupera Harmonia Mundi para este doble álbum.
Ballets russes
Ígor Stravinski (1882-1971): Petrouchka (1911) / Le sacre du printemps (1913) / L'oiseau de feu (1910)
Les Orientales (1910) [Divertimento coreográfico de Michel Fokine con músicas de Glazunov, Arenski, Sinding y Grieg]
Les Siècles. Director: François-Xavier Roth
Harmonia Mundi (2 CD)
También te puede interesar
Alhambra Monkey Week
Hasta donde la música nos lleve
Marina Heredia en concierto | Crítica
Una cantaora brillante
Lo último