¡Qué bonito cantas, hija!
Silvia Pérez Cruz | crítica
Silvia Pérez Cruz recreó en directo su última obra, 'Toda la vida, un día', en el Cartuja Center CITE, maravillando a todo el público que prácticamente llenaba el recinto
Otro ejemplo más tuvimos en la noche del jueves en el Cartuja Center CITE, lleno casi en su totalidad, de las aptitudes de Silvia Pérez Cruz para entregar su arte vocal a todo tipo de materiales musicales cambiantes, dejando siempre su huella distintiva en ellos. Vino a presentar su disco más reciente, Toda la vida, un día, y en su interpretación encontramos expresiones inéditas, matices desconocidos de como lo escuchamos grabado. Sus aproximaciones a las canciones tendían a la intimidad nocturna, pero sus conciertos no son nunca experiencias lineales y el que nos ofreció aquí fue la mejor muestra de ello que le hemos visto y escuchado hasta ahora. Nos confesó Silvia al inicio que este era su primer concierto después de unas largas vacaciones de mes y medio y tenía ganas de volver a los escenarios; los que asistimos al recinto de la Cartuja tuvimos la gran fortuna de ser los receptores de sus ánimos renovados, porque estuvo apegada con brillantez a cada sílaba y a cada verso que cantaba.
El disco que nos presentaba intenta trazar una vida entera, ordenado en cinco movimientos que cubren cada una de las etapas de ella. Y el concierto estaba diseñado de forma maravillosa para que cada minuto de las dos horas que duró estuviese al servicio de las canciones que Silvia necesitaba para contarnos lo que sentía. Todo estaba perfectamente medido: el acompañamiento musical, la escenografía siempre cambiante, la iluminación, el tempo, las sonoridades, las exposiciones. Cada movimiento del disco correspondía a una etapa de la vida: la infancia, en la que reflejaba la casa familiar, el abrazo, los tiempos en los que todo está bien, con el espacio escénico iluminado en amarillo; la juventud, cuando uno se aleja de la casa y quiere ir a buscar lo más lejano que encuentre, con luz azul como guía; la madurez, en la que reivindicaba la amistad, cuidar a quien te hace bien, pedir ayuda, que es una de las grandes señales de este periodo de la edad adulta, con el verde de la esperanza ahora; después llega la vejez, para reivindicar la virtud del peso de estar presente, de la lentitud para observar y saborear, primando el color negro del luto; y por fin, el renacimiento, la voluntad de vivir, de cuando parece que uno ya no puede más y encuentra motivos para seguir adelante, rodeado del color rojo fuego, el color de la fuerza, la emoción, la pasión, la sangre que vuelve a recorrer las venas.
Después de una introducción a capella ella sola, en la que entonó unos fragmentos de Salir distinto, aparecieron los músicos que la acompañarían durante todo el concierto: Marta Roma, Bori Albero y Carlos Montfort, versátiles; si normalmente estaban con su instrumento dominante, respectivamente violoncelo, contrabajo y violín, dependiendo de las circunstancias escenográficas y musicales requeridas iban cambiando de roles con una destreza impresionante; Carlos incluso cantó a dúo con Silvia en Ayuda. Pero igual formaban sentados los cuatro un cuadrado para la delicada belleza de Ell no vol que el món s’acabi, la primera de las canciones, que estrechaban ese cuadrado, levantados, rodeando un pie de micro para la fragilidad de La flor, la segunda canción, todavía de la etapa de la infancia; que en Aterrados, ya de la etapa de juventud, pasaban a tocar teclados electrónicos y percusiones tanto electrónicas como físicas, sonidos de nuevos acentos, provenientes de un mundo estético muy diferente al de las canciones anteriores. Se atrevió Silvia con el saxo tenor en Sin y Sucio, y en El poeta es un fingidor ensancharon el espacio escénico con la cantante en el centro y a cada flanco, alejados, brillantes sonidos de trompetas, envolviendo la canción en la frondosidad mundana de los metales. Si en Aterrados los músicos pasaron los sonidos por efectos que los llenaron de ecos, en Salir distintos los efectos los aplicaron a las voces. En el disco participan noventa personas y esta noche lo estaban interpretando en directo solamente cuatro, sin demérito alguno. Cuatro superhéroes, los llamó Silvia.
Para cantar alternó el catalán y el castellano, recitándonos alguna vez en este segundo idioma lo que después cantaría en el primero, así no nos perdimos nada, por ejemplo, de la preciosa letra de Em moro -me muero, mi corazón no sabía que los principios eran nacidos de los finales-. Incluso en algunas de las canciones usó los dos idiomas y en la canción que cerraba la etapa infantil, Els dracs busquen l’abril, en la que nos hablaba en su idioma más familiar sobre su hermana, madre y abuela, las tres de nombre Gloria, que tienen el don de que les crezcan las flores más que a los demás -las rosas de la Gloria están hechas de besos-, dedicó guiños a Lole y Manuel con unos versos de Todo es de color y Una mariposa blanca, y a nuestra ciudad y su barrio más emblemático: qué bonita está Triana cuando le ponen al puente banderas republicanas. Usó también el portugués para una de las canciones, Estrelas e raíz, ya casi al final del set, tras una introducción instrumental de atmósfera muy jazzy de sus tres acompañantes, en la que flotaba el groove.
Aterrados, la onírica canción con la que inició el movimiento dedicado a la juventud, volvió a recuperarla más tarde, cambiando los efectos electrónicos por las voces desnudas de los cuatro en coro, a capella, abriendo con ella el tercer movimiento, el de la madurez. En esa canción Silvia recrea versos del poeta William Carlos Williams; luego, en Sin y Sucios, los versos son de la uruguaya Idea Vilariño y en El poeta es un fingidor, de Fernando Pessoa. La juventud termina con la canción estrella del disco, Salir distinto, una larga suite de aires flamencos de más de ocho minutos, que creó durante un proceso que duró más de un año, con la inspiración de Morente e inicios por peteneras para dispersar el duende a través de otros palos.
Ayuda no tenía letra de Silvia tampoco, sino de Edgardo Cardozo, un cantautor argentino que la había adaptado del poema de Martín Fierro. En el disco precede a la que cierra la etapa de madurez, Mi ultima canción triste; de la que Silvia decía que el título tiene muchas posibilidades de ser mentira, pero hay voluntad de que así sea. Y si digo que en el disco van esas canciones una detrás de la otra es porque en el concierto no lo hicieron, ya que Silvia se tomó la libertad de saltarse el protocolo insertando entre las dos una versión, a solas con su guitarra acústica, de Cucurrucucú paloma, dedicada al señor que desde la platea le lanzó el grito que me ha servido como titular de esta crónica.
La etapa de la vejez llegó con la canción que da título a la obra completa, Toda la vida, un día, compuesta por Silvia para Liliana Herrero, una cantautora argentina que nos definió como una Chavela, que canta desde el fondo de la tierra y te atraviesa. Completó este movimiento con Em moro y el de renacimiento, haciendo cantar con ella a todo el auditorio, con Estrelas e raíz y Nombrar es imposible, la última antes de irse. Volvió sola, con la única compañía de su guitarra, para hacernos más dulce la despedida con sus dos canciones más celebradas; primero con Mañana -no sé hacer hits, esto es lo más parecido a uno que tengo-, la canción en la que puso música a la letra de Anna Maria Moix; después el Pequeño vals vienés en el que fue Leonard Cohen quien puso música a la letra de Lorca, salpicada esta noche por un suave desvío de Silvia hacia la Elegía de Miguel Hernández también, para hacerme con su quejío, de nuevo, como siempre que la escucho, sacudirme los escalofríos y sentir el dolor dulce del síndrome de Stendhal. Ella no interpreta este vals, lo santifica. El final no pudo ser mejor.
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