"Shoah' fue un trabajo de perforación petrolífera"
Claude Lanzmann
En noviembre de 2005, en una de sus visitas a Sevilla, el cineasta y escritor francés concedió una entrevista a Grupo Joly.
Con motivo de su muerte a los 92 años, recuperamos esta charla que tuvo lugar antes de ofrecer una conferencia organizada por la Asociación Andaluza Memoria Histórica y Justicia
Sevilla/Claude Lanzmann posee la mirada del hombre cansado, aunque en su verbo ágil pronto resuena la pasión de quien está orgulloso de lo que hizo y hace: rehabilitar el testimonio del exterminio judío, reforzar el poder de la palabra frente al olvido, desmentir, en definitiva, los postulados que apuntan a la imposibilidad de hablar de ciertos temas, de verbalizar el horror.
Es consciente de la fundamental herencia que deja, y sonríe cuando se le pregunta por los cineastas que han absorbido sus enseñanzas (el cine como arte del presente, nada de material de archivo ni reconstruccionesobscenas sino la persecución minuciosa del testimonio, de la palabra que explique e ilumine). "Me conmovió profundamente el filme de Rithy PahnS-21 [Pahn es un director camboyano que enfocó bajo el mismo prisma los terribles efectos del gobierno de los jemeres rojos en su país]", apunta Lanzmann, para luego recordar el reciente y elogioso artículo que el joven Arnaud Desplechin, cineasta éste de ficción, pero heredero de la fisicidad y la radicalidad del veterano maestro, publicó sobre sus películas en el número 77 dela revista L’Infini.
"Se trataba de buscar a los pocos supervivientes judíos de la Shoah, saber dónde estaban. Luego, hacerlos hablar y que consintieran hacerlo delante de un equipo de cine, que consintieran revivir todo el dolor", explica. Al hablar de la compleja estrategia discursiva de su obra magna, el documental de más de nueve horas de duración que hizo que se dejara de utilizar el término Holocausto, de semántica esencialmente cristiana (según apunta el filósofo Giorgio Agamben) y que en su vulgarización acaba tomando la coloración antijudía del sacrificio supremo y sagrado, y se empezara a usar el de la Shoah (la devastación, el desastre), Lanzmann explicaba la ardua tarea de preparar al testigo para el acto de recordar y edificar la memoria.
Al preguntarle por la minuciosa puesta en escena de las entrevistas, en concreto por una de las más estremecedoras, la que presentaba a Abraham Bomba –quien trabajó en un sonderkommando (grupo de judíos que dentro de los campos eran elegidos por los nazis, en principio por sus habilidades y fuerza, para ayudar en las tareas de exterminio) pelando a mujeres y niños antes de que entraran en la cámara de gas– de nuevo en una peluquería practicando el oficio que abandonó y hablando de su experiencia, el cineasta deja entrever la suprema dificultad de su empeño.
"Lo quise saber todo sobre Bomba, lo busqué en Nueva York y pasé con él hablando dos días y dos noches seguidas.Me lo contó todo. Él fue quien buscó el salón de peluquería, pues ya no ejercía la profesión. Empezó a hablar con una voz neutra, sin emoción", cuenta el cineasta parisino, quien junto a su operador y a una cámara de 16 milímetros esperaba el momento de la revelación, del derrumbamiento, mientras le preguntaba por cosas intrascendentes. Éste llegó, confirmando la estrategia de "arribar a la emoción a través del gesto", y quedó registrado, y nadie que lo haya visto lo podrá olvidar, ni su discurso ni la voz de Lanzmann que subrayaba la necesidad y la importancia de su palabra, de los significantes de este revenant (aparecido) convertido en testigo de excepción de la desaparición de su pueblo.
Pero el cine de Lanzmann, con picos emotivos sin igual, es el de la reflexión, el de la distancia, el valor (las imágenes robadas al responsable nazi), y la urgencia, pues era difícil dar con los supervivientes, en el fondo las excepciones a la regla de esa taylorización e invisibilización de la muerte que fueron los campos de exterminio. Una vez ante ellos, entramos en el orden de la palabra. "El alemán había supuesto la destrucción de todas las lenguas maternas de los prisioneros", dice el cineasta cuando se le demanda por el escrupuloso respeto de su cine a los idiomas de los supervivientes y a la inteligente presencia en muchas de las entrevistas de su voz y de la intérprete que traduce para el espectador el discurso del testigo, a quien vemos expresarse sin entenderlo (en yiddish, polaco, etcétera) hasta que la palabra impresa en la pantalla, el subtítulo tras la traducción, nos informa: "Es un eco, la distancia que permite reflexionar, pensar en lo que nos dicen".
En Shoah (1985), Un vivant quipasse (1997), sobre la ceguera de los responsables humanitarios durante el exterminio, y Sobibor, 14 Octobre 1943, 16 heures (2001), sobre la reapropiación de la violencia por parte de los judíos, que cuenta con el testimonio de Yehuda Lerner, uno de los participantes en la rebelión acaecida en ese campo, ese día y a esa hora, hay muchos más protagonistas, muchos más testimonios, algunos vergonzosos, otros emocionantes; es el monumental efecto de un proceso que se siguió minuciosamente y capa a capa, "un trabajo de perforación petrolífera", nos susurró Lanzmann: poco a poco, evitando los careos, esquivando la abyección ("en Shoah nadie encuentra a nadie": es, por lo tanto, un cine sin contraplanos), y a mayor profundidad, mayor verdad.
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