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La Sevilla que conoció Jean Cocteau

La editorial Demipage publica en español 'La corrida del 1 de mayo', breve colección de hermosos textos en la que el polifacético creador galo dejó constancia de su fascinación por nuestro país

Jean Cocteu, fotografiado por Irving Penn.
Blas Fernández / Sevilla

28 de abril 2009 - 05:00

"Durante la corrida, que me sugería ideas confusas que no tenía intención de concretar, me encontraba tan fuera de lugar, un asiento en el tendido de piedra, como la toquilla negra del grupo dramático que, sobre mis rodillas, me envolvía como al objeto por medio de cual hacen sus viajes los mediums". La corrida acontecía el 1 de mayo de 1954 en la Real Maestranza de Sevilla, el torero era Dámaso Gómez y el espectador desdoblado, ese alucinado viajero astral, no era otro que el poeta, novelista, ensayista, cineasta, dramaturgo, pintor y académido francés Jean Cocteau.

De aquella fuerte impresión nació un texto, La corrida del 1 de mayo, publicado en Francia en 1957 y ahora editado en España por Demipage, respetando además, no podría ser de otro modo, las ilustraciones creadas por el propio Cocteau.

Breve colección de narraciones diversas, todas conectadas de una manera u otra con España, el volumen rescata la crónica, entre el costumbrismo, la polémica y la mirada lúcida, de su llegada a nuestro país en 1953 -Apuntes sobre un primer viaje a España-; homenajea en clave poética a Manolete; dedica unas breves pero intensa líneas a García Lorca -Carta de adiós a Federico- y sirve también para retratar tanto a su amigo Picasso como al parisino barrio de Montparnasse en su época de esplendor bohemio y creativo.

Sin embargo, es La corrida del 1 de mayo el texto troncal, en el que el polifacético e infatigable autor no sólo deja una personal y profunda visión de la tauromaquia, sino también afinadas reflexiones sobre Sevilla, que para el director de películas como La sangre de un poeta (1930), La bella y la bestia (1945) u Orpheus (1949) "ofrece dos aspectos tan contrastados que uno llega a preguntarse, al adentrarse en el viejo barrio, si cambiando de lugar no se cambia de tiempo, si el espacio-tiempo está inventando una nueva farsa y si una especie de Pompeya ha resistido al fuego de la tierra y el cielo, a las lavas que fluyen, a las cenizas grises que nos cubren".

Observa el escritor galo que aquella antigua feria del Prado de San Sebastián inserta la ciudad vieja en la nueva, convirtiéndola en un "hervidero de trajes, jinetes y carros [...] Fieros centauros de torso inflexible, coronados con el sombrero gris perla o negro, con esas jovencitas a la grupa, enganchadas al rodrigón que es el jinete, y cuya magnificencia altanera recuerda a un remolino de rosas (remolino de rosas contra la pared de los hombre graves, la mano en la cadera)".

El Cocteau enemigo de la fealdad y amante de la belleza bordea peligrosamente el costumbrismo y se queda a un palmo de caer víctima del exotismo que fascinó a los viajeros románticos del XIX, un riesgo del que finalmente lo libra lo afilado de su intuición. "El barrio de Santa Cruz tiene de particular que no es una ciudad muerta y que los naranjos no perfuman ruinas. Sus jardines invisibles desbordan por las ventanas de fachadas tan limpias, tan elegantes, tan perfectas que se siente vergüenza. ¿Por qué funesto maleficio ha perdido el hombre esta gracia y este equilibrio?", se interpela con embeleso mientras observa los contrastes de una ciudad que, se diría que aún a día de hoy, parece condenada a debatirse entre su pasado y su presente sin prestar demasiada atención al futuro.

El talento inabarcable y a contracorriente, el hombre inagotable, se perfila así en su visión del otro, y es precisamente un otro el que nos deja un ajustado perfil de su personalidad. Escribe Antonio D. Olano en el prólogo de esta golosina con forma de libro: "Coincidieron un genio, Salvador Dalí, y un genial ingenio, Jean Cocteau, en el Museo del Prado. Escuché cómo respondían a una misma pregunta: Si se quemase el Prado ¿Qué salvaría usted del fuego? Cocteau respondió: El fuego. Dalí, más reflexivo, menos espontáneo dio su opinión: El aire del lienzo de Las Meninas de Velázquez".

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