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Muere Teresa Barrio, madre de Alberto Jiménez Becerril

Con nuestra resaca emocional a cuestas

Concierto Serrat en Sevilla

Serrat inauguró el ciclo de Noches de la Maestranza con el primero de los dos conciertos de su gira de despedida, que le ha traído a Sevilla para hacernos sucumbir bajo la abrumadora sensación de saber que no volveremos a verle de nuevo sobre un escenario

Serrat en la Maestranza / Antonio Pizarro

En cuanto Serrat comenzó a entonar en la plaza de toros de la Maestranza los primeros versos, escritos por Miguel Hernández, de su canción Dale que dale, comenzamos a tener una sensación abrumadora, aunque no sé si era debido a la emoción de saber que estábamos viéndole sobre un escenario por última vez o porque estábamos padeciendo el síndrome de Stendhal. No era para menos; con este concierto de su gira de despedida, a la que ha puesto por nombre El vicio de cantar 1965-2022, comenzamos a sentir la rara añoranza de algo que todavía no se ha ido; una tristeza, mezclada con placer y afecto hacia un cantante que nos ha acompañado durante la mayor parte de nuestra vida, a la que le ha ido poniendo una banda sonora de ecos inolvidables.

Al timbre y la firmeza de su voz ya se les nota demasiado el paso del tiempo, y demasiado atrás queda su niñez, esa a la que se refirió en su segunda canción; ya no podemos definirle en sus interpretaciones como solíamos hacerlo: desbordante, pletórico; pero sigue siendo inmenso. ¿Importa realmente que no consiga lanzar su voz hacia ese cielo azul de la canción, que a Penélope le cueste mucho trabajo levantarse del banco del andén, que las cuerdas vocales no le den mucho impulso desde su arco a la saeta?; si cuando canta Nanas de la cebolla podemos sentir el peso de la soledad del poeta aunque nos rodee una multitud, si cuando se pone intimista con Pare consigue que le miremos con los ojos llenitos de ayer, si de esos ojos siempre se nos evapora un manojito de escarcha como a Curro el Palmo, si sentimos como nos aprieta el corazón con Para la libertad, si somos incapaces de dejar de lado la nostalgia escuchándole, a pesar de que él mismo nos dijo que la apartásemos de nosotros, porque aún nos queda el futuro.

Venía con ganas de bromear al despedirse de una tierra que tanto amor le ha dado, reconocía; si no llegaba al final del concierto, podríamos presumir de que estábamos aquí para verle caer. Pero nadie hubiese querido ese vano recuerdo; mejor recordarle con su pelo cada vez más ralo y sus rodillas cada vez más doloridas, pero cantándole a esa Señora que no envejece con él y mantiene la lozanía, a la que hace cuarenta años que conoce y todavía no sabe como se llama. Porque es que los personajes no necesitan nombre ya que en realidad no existen; aunque todos seríamos más pobres, tenía razón también, sin las mentiras que nos regaló la ficción de sus canciones. No existe el feriante de El Carrusel del Furo, porque este era un personaje basado en su abuelo, con una ocupación más prosaica que la de vender dos boletos por un duro, como era la de auxiliar administrativo del ayuntamiento de su pueblo; ni tampoco los tipos concretos contra los que tiene Algo personal, aunque todos seamos capaces de asociarlos con imágenes muy definidas. Sin embargo, sí fue real el hijo de Miguel Hernández, al que su mujer amamantaba mientras él estaba en la cárcel escribiéndole las Nanas de la cebolla, recuperadas también aquí esta noche; Serrat rememoró las palabras de Neruda sobre que recordar al poeta de Orihuela es un deber de España y del mundo, un deber de amor.

Recordó Joan Manuel también a su padre y a su madre, a la que le dedicó Cançó de bressol; a su amigo Joan Ollé, el creador teatral fallecido hace ocho días, al que dedicó De vez en cuando la vida, la canción con la que comenzó los bises; a los inmigrantes desesperados en las pateras, a los que se ahogan en el mar, cadáveres arrastrados mansamente a las playas, y a los que no pueden saltar las vallas fronterizas si tienen la -vamos a llamarle- suerte de llegar a tierra, alternando sus imágenes en la gran pantalla del fondo del escenario con la de un italiano hinchándose de spaghetti o una paella con tó sus avíos, para que el nudo que sentíamos en la garganta nos oprimiese todavía más mientras cantaba Mediterráneo, un himno convertido en salmo.

Durante su interpretación de No hago otra cosa que pensar en ti nos presentó a los grandes músicos que le respaldaban: Ricardo Miralles, al piano, que está con él desde hace más tiempo del que me resisto a recordar, como atestigua también el paso del tiempo por su persona; igual que Josep Mas Kitflus, a los teclados, al otro lado del escenario; David Palau, a la guitarra; Úrsula Amargós, al violín y a una dulcísima segunda voz a dúo con el maestro en Es caprichoso el azar; José Miguel Sagauste, al saxo; Vicente Climent, a la batería y Raui Ferrer, al violín gordo, como Serrat llamó a su contrabajo. Ellos le ponían la música a las letras para convertirlas en canciones, aseguró el Noi, para que así se nos contagiase la emoción de forma mágica. Volvió a referirse al inexorable paso de los años cuando nos dijo que lo viejo no es tan inservible como pretenden hacernos creer, especialmente los humanos y la poesía, en la que puso de ejemplo la de Antonio Machado, antes de arrancarse con La saeta y rematar con Cantares, con el entusiasmo del publico desbordado, en una apoteosis de voces al unísono acompañando al caminante que hace camino al andar.

Cuando estaba terminando con Fiesta y todos estábamos preparados para, como decía la canción, irnos con nuestra resaca a cuestas, nuestra resaca emocional, todavía nos guardaba Serrat una última gema, un Pueblo blanco de colores pastel y sepia, que ponía el definitivo punto final después de dos horas y cuarto ininterrumpidas tocándonos el corazón.

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