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Fernand Deligny, especialista en niños inadaptados, dedica en 'Semilla de crápula' lúcidos consejos a los educadores dispuestos a aliarse con la infancia

Una imagen de Fernand Deligny (Bergues, 1913 - Monoblet, 1996), escritor, educador y cineasta francés.
Una imagen de Fernand Deligny (Bergues, 1913 - Monoblet, 1996), escritor, educador y cineasta francés. / D. S.
Alfonso Crespo

02 de enero 2018 - 06:00

La ficha

'Semilla de crápula. Consejos para los educadores que quieran cultivarla'. Fernand Deligny. Cactus. Buenos Aires, 2017. 80 páginas. 10 euros.

La editorial argentina Cactus persevera en hacer de nuevo público, entre nosotros, el legado literario de Fernand Deligny, escurridizo maestro, profesor de niños inadaptados, retrasados o delincuentes; conocido sobre todo, ya en la década de los sesenta, por retirarse a la Francia rural a vivir con niños autistas y ensayar redes de acogida para ellos. Es desde esta experiencia última en la región de Monoblet, en la madurez de una vida dedicada a los niños-problema, abandonada ya la senda institucional, que Deligny redacta el hermoso prólogo -que aquí también se recupera- para los heterodoxos consejos que en su juventud de posguerra escribiera bajo el título de Semilla de crápula. A estas "fórmulas, formulitas, cantinelas, charadas, aforismos y paradojas" que entonces seguía encontrando algo intolerables -por esa extraña mezcla de soberbia e impostura que suele caracterizar el arranque en cualquier oficio-, Deligny les quiso añadir un subtítulo que pusiera a la escritura en perspectiva, y eligió el de "el aficionado a las cometas". Así, en un momento en que, significativamente, el pedagogo no estaba muy lejos de encontrar en el cine (filmando El menor gesto en La Borde de Oury y Guattari) un más allá del lenguaje a la hora de seguir a niños autistas y compartir con el espectador las poderosas implicaciones de su no-estar en el mundo, Deligny comparaba la fragilidad de su pluma de entonces con cometas enredadas ante las acometidas impetuosas del viento. El tiempo le había hecho comprender la insalvable brecha entre la teoría, por imaginativa y perspicaz que fuera, y la práctica, el mundo de abajo en el que una persona se dispone, como puede, a ayudar a los demás. Al final, con su fina pluma, Deligny lograba definir la naturaleza de esas proposiciones-cometa que sujetó en su mano, a veces obcecado en el error, y que respondían al "entusiasmo que surge cada vez que un niño me aborda, que ha sido mil veces aserrado, talado, y cuyo tocón nunca termina de hacer brotar retoños".

No otra cosa se dona en Semilla de crápula, una inestabilidad del pensar fraguada en un convencido fervor, una inspiración que seguirá causando estupor, al igual que en 1945, entre los educadores de los Objetivos y los Planes, para quienes los chicos son siempre un proyecto, una pieza que encajar, que insertar, en un mundo adulto inalterable dentro del que siempre podrán ocupar -otro destino prefijado-, el lugar/destino del criminal en potencia. Frente a este pasmo, Deligny, el volador de cometas dialógicas, termina representando al hombre del realismo cruel, pragmático, que duda de toda iniciativa que no provenga del amor incondicional a la vida. Lo primero, entonces, se parece a dibujar un círculo, en el que encerrar a la sensiblería, a la buena conciencia… "Era un educador que los amaba mucho, mucho, tanto que con él se hicieron un gran pañuelo". Luego, la virtud, la rara grandeza de dejarse sorprender por los acontecimientos, admitiendo por ende la falibilidad de las mejores intenciones. Así, cuenta en una breve entrada, el protodelincuente rebelde, terco, perezoso, escapa finalmente y todos temen lo peor. Dos años después regresa a prestar una visita al profesor, con la bicicleta pagada con los ahorros que le deja el oficio adquirido; la moraleja cae con el peso de la gravedad: "No te sientas mortificado. La vida tiene mucha más experiencia que tú". Finalmente, el esfuerzo cotidiano, contra los elementos (la desidia de los burócratas, la familia imposible y cómplice en el desaguisado), consiste en llevarles a su cotidianidad justo aquello que más rechazan: esfuerzo, juegos, luz, palmadas en la espalda. Como escribe Deligny, "mantenerlos vivos", pero sin pedirles peras al olmo, buscándole a los verbos que conocen ("robar", "molestar", "demoler") aquellos "complementos directos indirectos" que permitan un suplemento de utilidad a sus actos; que, finalmente, sean confesables.

Estas pinceladas de Deligny, su extraña sabiduría, primero entrevista en el inaugural contacto con niños y adolescentes problemáticos, luego corroborada año tras año, afilando la experiencia con los más outsiders, los autistas, han ido conformando, como apuntan los responsables de esta edición (acompañada por los dibujos originales del autor), una suerte de antimanual para educadores dispuestos a la siempre compleja alianza con la infancia desnuda. Así lo demuestran los otros textos que siguen a esta resurrección de Semilla de crápula, protagonizados por personas y colectivos vinculados a la educación en Argentina en contextos socio-económicos desfavorables. El más impresionante de todos es el que asume César González, joven poeta y cineasta bonaerense que salió adelante tras nacer en una de las denominadas "villas miseria" en las afueras de la capital. El artista superviviente advierte de la importancia de una de las claves fundamentales del legado de Deligny, cuando señala la ceguera que caracteriza a educadores, psicólogos y profesores, incluso a los más involucrados políticamente, cuando imponen una relación de poder, una jerarquía, entre la institución y los chicos, a los que se les despoja de lo más preciado, toda esa "belleza física, léxica y gestual que expresan […] así estén hundidos en el peor de los infiernos". Lo que no vemos -lo que no ven- es que la ayuda debe ser siempre mutua, que cuando el profesor no tiene nada que aprender del alumno es que la educación ha pasado de largo.

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