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CUENTOS COMPLETOS. Marcel Schwob. Ed. y trad. Mauro Armiño. Páginas de Espuma. Madrid, 2016. 784 páginas. 35 euros.
Como otros autores raros o aparentemente menores, Marcel Schwob debe una parte no pequeña de su reputación entre los lectores del mundo hispánico a Borges, que le profesó una particular devoción y reconoció, bien que tardíamente, la deuda que su celebrada Historia universal de la infamia tenía respecto de las Vidas imaginarias (1896) del francés, una obra deslumbrante que muchos leímos por primera vez en la Biblioteca personal donde el argentino reuniera sus libros predilectos. No fue el único, sin embargo, y escritores muy distintos como Cunqueiro o Bolaño, por no salirnos de nuestro ámbito, tampoco se vieron libres del influjo que la singular propuesta de Schwob ha ejercido de un modo más o menos soterrado desde que fuera reivindicada por los surrealistas. No en vano se lo ha considerado un precursor de las vanguardias aunque su mundo narrativo, volcado en la recreación de los siglos pasados y ajeno a cualquier forma de fervor porvenirista, rehúye casi por sistema la representación de la vida contemporánea. Más allá de la perdurable fascinación que despiertan sus personajes reales o inventados, la principal innovación de Schwob tiene que ver con el estilo, con su proclamada aspiración a la síntesis o su gusto por lo fragmentario, con su capacidad para evocar atmósferas a partir de unos pocos trazos o su extraño y delicado lirismo.
Cinco intensos años le bastaron a Schwob, que casi renunció a la escritura de creación cuando contrajo la enfermedad de la que moriría prematuramente, para dejar un rastro indeleble, seguido por un puñado de incondicionales que constituyen, como dijera Borges, "pequeñas sociedades secretas". Hace unos años Páginas de Espuma reunió los ensayos y textos críticos de Schwob en El deseo de lo único. Teoría de la ficción, un volumen editado por Cristian Crusat que permitía acceder a las claves de una poética tan original como visionaria. El mismo sello ha publicado ahora sus Cuentos completos en una impecable edición de Mauro Armiño, que ha traducido y anotado los seis libros de ficción que Schwob publicó en vida -desde Corazón doble (1891) a La cruzada de los niños (1896)- más los relatos que quedaron inéditos o dispersos. Además de los títulos citados, la recopilación incluye El rey de la máscara de oro (1892), Mimos (1893) y El libro de Monelle (1894), su obra más difundida junto a Vidas y La cruzada. Al margen de los ensayos y narraciones, Schwob, buen conocedor de la lengua inglesa, emprendió traducciones ya clásicas -Shakespeare, Defoe, De Quincey, Stevenson o Wilde- en las que siguió el atrevido método de la analogía, que trazaba correspondencias entre las etapas de las distintas lenguas y buscaba soluciones coetáneas al periodo de los autores abordados, retrocediendo si era preciso a los modos del francés arcaico.
Enfrentada al naturalismo, tanto a su pretensión de objetividad como a su credo determinista, la poética de Schwob comparte algunos rasgos con los simbolistas o los decadentes, pero la precisión de su prosa y su rigor narrativo -aprendido del admirado Stevenson- están muy alejados de las ensoñaciones preciosistas. A propósito de su distancia de las escuelas del fin de siglo, cita Armiño un revelador pasaje del maravilloso Libro de Monelle: "Y para imaginar un nuevo arte, hay que romper el arte antiguo. Y así el arte nuevo parece una especie de iconoclastia. Pues toda construcción está hecha de escombros, y nada es nuevo en este mundo más que las formas". Schwob se remontó muy atrás para recoger esos escombros, con los que en efecto edificaría algo más que decorados de época. La Antigüedad clásica y la Edad Media -Villon, de quien escribió una biografía y estudió la lengua, ejerció sobre él un ascendiente decisivo- fueron sus periodos de referencia, abordados desde una voluntad no historicista ni exactamente arqueológica, pues a los datos recopilados en las bibliotecas unió el vuelo de una imaginación libérrima. En esa combinación de historia y fantasía se cifra el encanto de sus relatos o semblanzas, donde se da cita toda una galería de tipos humanos en la que abundan los mendigos, los malhechores, los locos o las meretrices, retratados a partir de una combinación de testimonios librescos y experiencia directa de la mala vida.
La de Schwob es una erudición, por lo demás increíble en un veinteañero, nada acartonada, que rehúye la generalización para centrarse en los detalles singulares, tal como afirmó en el prefacio a sus Vidas: "El arte es lo contrario de las ideas generales, solo describe lo individual, no desea más que lo único. No clasifica, desclasifica". Los personajes de estas Vidas -Lucrecio o Petronio, el pirata Kid o los asesinos Burke y Hare- son históricos, pero los hechos que se les atribuyen mezclan la realidad, la invención y la leyenda. En La cruzada de los niños, el mismo alucinante suceso, datado en 1212, es contado por diez voces distintas que incluyen a dos Papas, un goliardo, un leproso o algunos de los infortunados infantes que participaron en la expedición. El Libro de Monelle se inspira en una joven prostituta, Louise, con la que el autor tuvo una íntima relación antes de que muriera de tuberculosis. Desde la primera frase, todos los cuentos invitan a seguir leyendo y condensan en su breve andadura decenas de fogonazos que los convierten en piezas memorables. En Schwob, gran artista y verdadero demiurgo, se dan la mano el sabio y el fabulador, el narrador puro y el poeta desdoblado en ciento.
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