Sara no era inmortal
Su belleza la mantuvo medio siglo en el candelero
Sara Montiel cumplió 85 años en marzo. Con su chispa de siempre, ácida, mordaz, provocativa, sus últimas apariciones en los medios, que tanto la encumbraron como la vapulearon, fueron para desmentir su muerte: "Estoy muy bien gracias a Dios", dijo. Y lo creímos. Sara, Saritísima, parecía inmortal. Porque María Antonia Abad Fernández, nacida en Campo de Criptana (Ciudad Real) en un momento en el que nadie soñaba siquiera con Hollywood, tan triste, tan gris y tan pobre era España en 1928, siempre supo que sería una estrella. De origen humilde, huérfana de padre y estudiante interna en un colegio de monjas en Orihuela (Alicante), la joven María Antonia sólo quería cantar y ser actriz.
Siendo apenas una niña, unos productores la escucharon cantar una saeta durante una procesión de Semana Santa y la contrataron por 500 pesetas al mes. Con ese dineral se trasladó con su madre a Madrid y recibió clases de dicción y canto. Allí fue descubierta, con sólo 15 años, en un concurso de jóvenes talentos por Vicente Casanova, fundador de la emblemática Cifesa. Así comenzó una carrera marcada por unos labios sensuales, unos ojos almendrados de color miel y unas preciosas piernas rematadas en una cadera oscilante de minúscula cintura, tan al gusto de la época, que no sólo enamoró a los galanes del celuloide sino que mantuvieron a María Antonia 50 años en el candelero.
Trabajó en más de medio centenar de películas en España, México y Estados Unidos, junto a artistas de la talla de Raf Vallone, Burt Lancaster, Joan Fontaine, Vincent Price o Charles Bronson, Dolores del Río, María Félix, Agustín Lara o Pedro Infante. De la época estadounidense son Veracruz (1954), a las órdenes de Robert Aldrich; Dos pasiones y un amor (1956), de Anthony Mann; y Yuma (1957), de Samuel Fuller, entre otros.
Su público, un público gris y triste de posguerra española, sintió una bocanada de aire fresco en sus seductoras canciones, susurradas más que cantadas, a la estela de un puro (imagen que siempre la acompañó). En la meca del cine americano firmó contratos millonarios para Warner Bross y United Artits, trabajó con directores como Anthony Mann, quien fue su primer marido, cuando la estrella ya había amortizado su nombre en las pantallas españolas.
Desde su debut, en 1944, en Te quiero para mí, de Ladislao Vajda, junto a Fernando Fernán Gómez, hasta Veracruz (1954), la primera americana, Sara Montiel rodó seis largometrajes. Antes de Hollywood, marchó en 1950 a México, donde participó en 13 películas y obtuvo grande éxitos, como Piel canela (1953), de Juan J. Ortega. Tras El último cuplé (1957), la cinta de Juan de Orduña por la que ya siempre será recordada, se puso a las órdenes de Luis César Amadori en La violetera (1958), Mi último tango (1960) y Pecado de amor (1961); de Tulio Demicheli en Carmen la de Ronda (1959) y La mujer perdida (1966), y de Alfonso Balcázar (La bella Lola, 1962). Con Rafael Gil trabajó en La reina del Chantecler (1963) y Samba (1964); con Ladislao Vajda en La dama de Beirut (1965); con Luis Marquina y Jorge Grau en Tuset Street (1968); con Mario Camus, en Esa mujer (1969) y con Juan Antonio Bardem, en Varietés (1971). En 1973 se despedía con Cinco almohadas para una noche.
A partir de ahí se volcó en la música y grabó y actuó en directo, en espectáculos muy ovacionados con los que recorrió España y EEUU. Asaltar los cielos, de José Luis López Linares, dio paso en 1996 a una nueva dimensión de la artista a sus 70 años. En 2011 regresó al cine con la comedia Abrázame, rodada en su Mancha natal y donde se interpretó a sí misma.
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