Alhambra Monkey Week
Más allá del tópico de cansados pero satisfechos
Este martes en Madrid se producían dos despedidas para una misma persona: primero, la Gran Vía, arteria de la vida cultural de la ciudad, se engalanaba para darle el último adiós a Sara Montiel, la gran estrella, y minutos después, se enterraba de manera sobria a María Antonia Abad, una mujer no menos inolvidable. El desbordante periplo vital de Saritísima, como la apodó Terenci Moix, exigía una división que separara el mito, que ella misma alimentaba, de la persona, que pocos conocían.
"Sabré marcharme cuando me dé cuenta de que la gente empieza a cansarse del mito", había dicho en vida. Pero ese momento nunca llegó y permaneció activa hasta que fallecía el pasado lunes, pese a sus 85 años, de manera totalmente imprevista, antes de un viaje a Oviedo para una consulta oftalmológica.
Nacida en Campo de Criptana (Ciudad Real), Sara Montiel se sentía universal, pero también tan madrileña como La violetera, una de sus películas más recordadas y que se proyectó en la plaza de Callao para deleite de los cientos de personas que se arremolinaban al paso de la comitiva fúnebre. Once coches, dos de ellos repletos de coronas de flores, recorrieron la capital desde el tanatorio de San Isidro hasta la Gran Vía, como si fuera una romería dedicada a la diosa del cuplé.
"¡Viva Sara!", "¡Olé, Sara!" o estrofas de algunas de sus canciones más célebres acompañaron en su dolor a Thais y Zeus Tous, sus dos hijos adoptivos, visiblemente afectados. Pero la reunión de admiradores hablaba de la amplitud del calado de la Montiel. Por un lado, vecinos de su pueblo natal, como Antonio Carreras y su esposa Pilar, o mujeres del extrarradio madrileño que vivieron el estreno de sus películas más famosas. "Ha sido muy querida y no me importa pasar frío", decía Ascención, de Móstoles.
Por otro, jóvenes que la reivindicaron como icono de la modernidad más kitsch y como musa del colectivo homosexual. Así, Ruben, Aitor y Joan, hablaban de la cantante de Fumando espero como "una actriz completa" y se indignaban de ver que la muerte de Margaret Thatcher la ha eclipsado en las portadas de los periódicos. Incluso un transformista enseñaba una foto de sí mismo caracterizado como Sara Montiel en su última época, cuando incurrió en la autoparodia y se convirtió en reina de las revistas del corazón.
Fuera de la pompa, el exceso y el barroco que acompañaba a la gran Sara Montiel, de los relatos en tono de leyenda sobre su relación con James Dean, Marlon Brando o Gary Cooper (con quien protagonizó Veracruz, de Robert Aldrich), la intimidad y la sencillez se apoderaron de la Sacramental de San Justo, recordando que bajo las túnicas de Sara Montiel seguía existiendo la manchega hija de labriegos, María Antonia Abad.
Junto a Giancarlo Viola, su examante, abriendo entre lágrimas la comitiva al sepulcro que ella misma había mandado construir para su madre, apenas 200 personas, muchas de ellas de los medios de comunicación, despidieron a la protagonista de El último cuplé y pionera en el desembarco español en Hollywood. Un ataúd color caoba rematado con un Cristo y una docena de claveles rojos acercaban a la cotidianeidad su adiós, que fue oficiado por un sacerdote negro que la recordó primero como María Antonia Abad para luego añadir que era "más conocida como Sara Montiel".
Llegó por el mar un día y se marchó por el mar / Se llevó como recuerdo un beso, no pidió más fueron los versos de La sirena, de Ramón Alarcón, que se recitaron antes de dejar definitivamente a la actriz y cantante junto a su hermana, Elpidia, y su madre, María Vicenta, sobre cuya lápida dormía ella con su visón para llorar su muerte. "No molestó mucho, dos suspiros y hala", decía Loles León, que junto a Boris Izaguirre o el productor Enrique Cerezo fueron algunos de los rostros conocidos en este acto fundamentalmente familiar, con sus hijos al frente, así como la gobernanta, quien descubrió ayer junto a Thais el cuerpo sin vida de Montiel.
Tras la ovación, los asistentes, de manera espontánea, comenzaron a cantar La violetera y a lanzar claveles a la tumba. Así se despedía para siempre a la que consiguió, sin duda, su principal objetivo en la vida: "Me juré no tener ningún amo, ser pájaro libre y lo he cumplido", había dicho.
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