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Crítica 'Brooklyn'
BROOKLYN. Drama, Irlanda, 2015, 111 min. Dirección: John Crowley. Guión: Nick Hornby (a partir de la novela de Colm Toibin). Fotografía: Yves Bélanger. Música: Michael Brook. Intérpretes: Saoirse Ronan, Emory Cohen, Domhnall Gleeson, Julie Walters, Jim Broadbent, Michael Zegen, Mary O'Driscoll, Eileen O'Higgins.
Tras la emotiva ¿Hay alguien ahí? y la entretenida Circuito cerrado John Crowley da el mayor paso adelante de su carrera con inteligente y gran melodrama ambientado en el Nueva York de los años 50, basado en una novela del reconocido escritor irlandés Colm Toibin. Un melodrama clásico y contenido, elegante pero nunca frío, bello pero no esteticista, que emociona sin recurrir a trucos facilones. Es como si una hermosa voz de mujer nos leyera la novela de Toibin durante una tarde de invierno, junto a una chimenea, y la soñáramos. Parece susurrada, en efecto, esta narración cuya delicadeza no dejaba sospechar la filmografía del director (si acaso algunas escenas de Hay alguien ahí gracias al dúo formado por el niño Bill Miner y una veterano y magistral Michael Caine).
Al inicio de la película, cuando Crowley mantiene largo tiempo en primer plano el hermoso, y acogedor rostro de Saoirse Ronan, se intuye que ambos prometen mucho. Ni el director ni la actriz incumplen esa promesa. Brooklyn es un magnífico melodrama encumbrado por una extraordinariamente poderosa interpretación que, por desgracia para la actriz, se enfrenta a la de Brie Larson en La habitación. Muy justas son las nominaciones al Oscar, el Globo de Oro y el Bafta de Saoirse Ronan, que en los dos últimos casos y seguramente también en el primero le ha arrebatado la Larson. Pero no importa. Fue nominada por Expiación cuando tenía 13 años, Brooklyn le ha abierto del todo las puertas del estrellato y sólo tiene 21 años. La pantalla es suya.
El choque de una joven e inocente irlandesa con el Nueva York al que emigra para trabajar en unos grandes almacenes está narrado con sobria sensibilidad. El desgarro de la partida, la sensación de pérdida en la gran ciudad, la mirada a la fotografía de su familia en las primeras y largas noches de soledad, las lágrimas derramadas sobre las primeras cartas, el apocamiento frente a las desahogadas neoyorquinas -todas, para ella, como las rubias con las boquitas pintadas de Gardel-, el encuentro con el amor... Hasta que, en su cumbre seria y sentidamente melodramática, estalla la tragedia en forma de un reclamo de la vieja tierra que le obliga a tomar una decisión que quizás no admita vuelta atrás.
América acogedora e integradora, América dura que no siempre cumple sus promesas -muy buena la secuencia de la comida de Navidad organizada por la parroquia para los desvalidos irlandeses ancianos que naufragaron en Nueva York tras ayudar a construirlo-, América libre con toda la carga de soledad, superación y toma de decisiones que la libertad conlleva. Pero también de felicidad. Un excelente fresco de la ciudad de la gran promesa cuyo centro, como si siempre estuvieran en primerísimo plano, presiden los ojos limpios, amables, acogedores de Saoirse Ronan. Una mirada que es capaz de construir un personaje, sus ilusiones, su indefensión, su dolor. Tras ver la película se tiene la sensación de haber tenido contacto con un ser humano real, no con un personaje. Le da una buena réplica, lo que no es fácil, el joven Emory Cohen. Espléndidos los veteranos Julie Waters, Emma Lowe y Jim Broadbent. Se agradecen los discretos homenajes a El hombre tranquilo y Cantando bajo la lluvia. Sobre todo se agradece el personaje de Saoirse Ronan, es decir, la vida que esta gran actriz le da. Y también que ésta sea una de las películas más emotivamente limpias que he disfrutado en mucho tiempo. Viéndola recordaba a la Betty Smith de Un árbol crece en Brooklyn. Es casi seguro que Brie Larson le quitará el Oscar a Saoirse Ronan. Pero no es justo.
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