La aldaba
Carlos Navarro Antolín
La lección de Manu Sánchez
Muere Rafael Sánchez Ferlosio
En algún sitio, el siciliano Gesualdo Bufalino hacía una distinción entre escritores húmedos y escritores secos. Los escritores secos, decía Bufalino, eran los escritores como Maquiavelo o Sciascia que propendían al clasicismo y siempre tenían en mente las ideas morales. Y los escritores húmedos -como reconocía ser el propio Bufalino- eran más livianos, más juguetones, más irónicos. "Yo amo a los escritores húmedos -concluía Gesualdo Bufalino- y admiro a los escritores secos". Es decir, que a un escritor seco se le admira, no se le ama; y en cambio, a un escritor húmedo se le ama, aunque quizá no se le admire.
Cualquiera que conozca un poco al fallecido Rafael Sánchez Ferlosio (1927-2019) sabrá que era un escritor seco, o incluso mucho más que seco, árido, pedregoso y a veces casi ilegible. Era un escritor al que se le admiraba -y mucho-, pero al que quizá no se le amaba demasiado (cosa de la que el propio Ferlosio estaba muy orgulloso: nada odiaba más que los halagos y las argucias sentimentales). Pero lo curioso del caso es que Ferlosio, muerto a los 91 años, fue un escritor que empezó muy joven siendo un escritor húmedo, un maravilloso y juguetón escritor húmedo. Eso ocurrió cuando publicó, a los 24 años, con dinero de sus padres, Industrias y andanzas de Alfanhuí (1951). En ese libro -que cuenta la historia de un niño que hace un viaje en tren por la España interior- todo está vivo, todo es ligero (y misterioso), todo sorprende, todo parece estar sucediendo por primera vez. Alfanhuí tiene los ojos de color amarillo, como los alcaravanes, y el mundo de esa novela -que no es exactamente una novela- tiene algo del candor alucinado de Alicia en el País de las Maravillas, sólo que de una Alicia que hubiera nacido en la Castilla profunda y pudiera expresarse en el castellano de Cervantes y de la Biblia del Oso. Incluso el mismo Ferlosio, ya muy mayor, reconocía que esa novela le seguía gustando, a pesar de que no sentía aprecio por casi ninguno de sus demás libros.
Como le pasó a Joyce, que escribió con 25 años Dublineses -y nunca logró escribir nada que fuera tan bueno, ni siquiera el Ulises-, Sánchez Ferlosio sufrió la maldición de haber escrito una obra maestra antes de los 25 años. En su siguiente novela, El Jarama (1956), quiso contar la vida anodina de un grupo de jóvenes que iban a bañarse al río Jarama en un día de verano. La novela lo hizo famoso y lo convirtió en un representante del "realismo social", cosa que horrorizó a Ferlosio y le empujó a apartarse del mundillo literario cuando empezó a ver que los críticos hablaban de sutiles metáforas políticas sobre el franquismo o analizaban su novela como si fuera un fervoroso alegato social a favor del proletariado. Ferlosio se sintió muy incómodo al ver que lo etiquetaban y lo incluían en un movimiento literario del que no se sentía partícipe. Pasados los años, uno de sus ejercicios favoritos era despotricar contra El Jarama. "Si lo hubiera escrito otro -dijo en una entrevista- diría: Pero qué pelmazo".
Después de la experiencia de El Jarama, el hecho de contar historias dejó de interesar a Ferlosio. Durante quince años, hasta los años 70, se dedicó a estudiar a fondo la gramática y a consumir anfetaminas, una fase de su vida que el humor de Ferlosio -que tenía un sentido del humor de color amarillo, como los ojos de Alfanhuí y como los ojos de los alcaravanes-, definió como la etapa de su vida dedicada "a los altos estudios eclesiásticos". Al mismo tiempo, Ferlosio empezó a convertirse en una especie de eremita que se protegía de los vanos hechizos del mundo al modo de una tortuga de las Galápagos. Y así, gracias a la famosa hipotaxis -el uso reiterado de las frases subordinadas- fue creando un inexpugnable caparazón de palabras que tenían la densidad y la textura de una cota de malla.
De todos modos, si queremos entender el alejamiento de Ferlosio del mundo literario, no conviene olvidar que en 1955, tras haberse casado con la escritora Carmen Martín Gaite (una gran escritora húmeda), murió su hijo Miguel cuando sólo tenía seis meses. Y treinta años más tarde, en 1985, también murió muy joven su hija Marta (Marta Sánchez Martín), a la que Ferlosio dedicó algunos de sus libros, igual que hizo Carmen Martín Gaite, que escribió varios textos memorables inspirados por la muerte de su hija.
El caso es que Ferlosio dejó de escribir novelas y fue convirtiéndose en un galápago huraño que se protegía del mundo -y tal vez de sí mismo- por medio de esa densa coraza de lenguaje y pensamiento (y para Ferlosio, el pensamiento era lenguaje y el lenguaje era pensamiento). En cierta forma, podría decirse que Ferlosio, al escribir, sufría una peculiar patología visual que podríamos denominar "visión acumulativa": cuando veía algo, o cuando pensaba en algo, ese objeto o esa idea se le presentaban aumentados de tal manera, y con tal precisión, que debía usar un número extraordinario de palabras y de conceptos para poder describirla a su gusto. Es decir, que Ferlosio no podía dejar de agregar y agregar matices nuevos -con sus correspondientes frases subordinadas- porque siempre detectaba un nuevo ángulo de visión que debía matizarse y completarse.
En 1986, Ferlosio hizo un último intento novelístico -El testimonio de Yarfoz-, pero esta novela que contaba una historia situada en una antigüedad inconcreta ya sólo parecía configurar un impenetrable paisaje de formaciones kársticas. A partir de ese momento, Ferlosio prefirió concentrarse en los ensayos -que llegaron a tener un alcance aristotélico- y abandonó la ficción. Y no paró de escribir, arremetiendo contra todos los mitos de nuestro tiempo sin dejar prácticamente ninguno en pie. Porque Ferlosio atacó el deporte, la televisión y el deseo de superación. Atacó la guerra, la conquista de América, la caza y el armamentismo. Atacó el mito de la identidad, el narcisismo localista y el "pestilente narcisismo andaluz" (cuando se redactó el nuevo Estatuto de Autonomía de 2006 escribió un artículo que hoy le hubiera costado tener que pedir perdón de rodillas). Y por supuesto, atacó el capitalismo desenfrenado en su libro Non olet, igual que se burló de la memoria histórica y de todas las políticas basadas en los delirios identitarios. De hecho, en los libros de Ferlosio todo el mundo recibía una buena tunda, tanto la derecha como la izquierda, tanto la tradición como la modernidad. Y como los buenos polemistas, él mismo se incluía en sus ataques: "Desconfíen siempre de un autor de pecios. Aun sin quererlo, le es fácil estafar", decía en el prólogo a Campo de retamas. Los pecios eran el término con que Ferlosio denominaba a sus aforismos.
En cierta ocasión, un periodista le contó que trabajaba en un medio digital. "¿Qué quiere decir digital?", le preguntó sorprendido Ferlosio. Puede que fuera seco y árido, puede que fuera extemporáneo, puede que fuera ilegible -a menudo lo era-, pero no ha habido un intelecto como el suyo: una mente que monstruosamente se dedicaba a analizar todo lo que los humanos decimos y pensamos. Y que por supuesto, no sabía qué demonios era eso de lo digital.
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