Cuando el ay se hizo escena
Muere Salvador Távora
Salvador Távora deja un legado basado en el teatro popular como mecanismo político de transformación social: una estética para la conciencia de las cadenas
Con Salvador Távora la escena pierde no sólo a un creador genial, libre, original y único en su especie; más aún, lo que hoy despedimos es una de las escasas excepciones a la homogeneidad formal, estética, semántica y productiva que ha venido acusando el teatro español desde la Transición, una deriva sostenida en la reproducción inane de fórmulas precocinadas y de fácil asimilación mediante la falsa premisa de que lo que el público busca es comida rápida. Precisamente, el mejor teatro español contemporáneo es el que forma más consciente se reivindica como heredero de aquellas excepciones que significaron compañías como La Cuadra y Joglars, así como de las luminarias del teatro independiente que prendieron en torno a espacios como la Sala Magallanes y, pocos años después, el Teatre Lliure. Eso sí, que los tiempos y las circunstancias no son las mismas quedó demostrado hace un par de años con la recuperación del primer montaje de La Cuadra, QuejíoQuejío, estrenado originalmente en 1972 tras la feliz asociación de Távora y el crítico José Monleón; aunque en su resurrección seguía siendo un espectáculo meritorio y de altura, quedó la certeza, seguramente a nuestro pesar, de aquel llamamiento contra las cadenas había perdido sin remedio casi medio siglo después buena parte de su rabia, su determinación y su acento ante la evidencia de que aquellas cadenas ya nos pillan demasiado lejos. Un volcán como el que significó aquel Quejío resultaría hoy improbable porque tanto la sociedad andaluza como los artistas responsables de entonarlo perciben el yugo de manera distinta, justo por las mismas razones por las que el cante flamenco se ha hecho otro, más próximo al estilo y menos a la derrota. El propio Salvador Távora fue suficientemente hábil al conducir después aquel hilo original de la tragedia hacia cauces universales, deudores en gran medida de la mitología lorquiana pero en todo caso garantes de un significado perdurable en el compás de las décadas, con espectáculos de desigual fortuna tanto artística como empresarial pero siempre coherentes con la manera de ver el mundo propia de su creador. Vale la pena, no obstante, volver a aquella excepción para comprobar el estado de salud del legado que hoy nos deja en mano Salvador Távora.
Cuidado: aquellos primeros espectáculos (Quejío, Andalucía Amarga, Nanas de espinas) resultaron ya ampliamente universales gracias, precisamente, a la concreción histórica a la que iban dirigidos. La conquista de públicos en Madrid primero y en París después, así como de algunos de los creadores indispensables de la escena del siglo XX como Peter Brook y Bob Wilson, se justificaba de hecho en la conexión que Távora fue capaz de establecer con públicos muy diversos a través de la agitación de cadenas bien delimitadas: las que venía arrastrando un territorio, el andaluz, sojuzgado y diezmado en todos sus órdenes, en virtud de una escalada de abusos consumado en la parodia cultural a la que había decidido reducirlo el franquismo. Mucho antes de que llamara a Lorca de tú, Távora, cuyo aprendizaje se había curtido en ruedos y tablaos, comprendió que la clave para la revolución teatral que pretendía era el flamenco, proyectado como fiesta jocosa de graciosos incapaces en un país ciego en cuanto a expectativas. Fue Salvador Távora quien, en esta coyuntura, devolvió el ay al flamenco: su lamento, su grito, su expresión de dolor, su calidad de resistencia frente a la enajenación. Y lo hizo en la escena, prescindiendo de los diálogos al uso para hacer de la performance propia del cantaor roto en la ejecución de su oficio una matriz para la experiencia teatral. El resultado fue la asunción, por primera vez en España desde la Guerra Civil, de un teatro político hasta la médula, empleado sin medias tintas como mecanismo de transformación social para la agitación de las conciencias: debía ser el flamenco el que advirtiera a los esclavos de la caverna platónica que aquello que veían no eran más que sombras y que la realidad estaba en otra parte. No a la manera épica del modelo brechtiano, sino desde una poética feroz que no desdeñaba la identificación en el espectador pero que buscaba, más aún, su despertar, en una estética desnuda que invitaba a todo el mundo a sentirse parte, a ocupar el espacio, a ejercer su protagonismo. Esta misma adscripción a la praxis política a través del teatro ha sido una constante en la obra de Távora, ya fuese a la hora de llevarse a Carmen a su terreno, de abordar la perspectiva del hombre como sujeto histórico en Identidades o de redimir a la Yerma lorquiana, libre de culpa ante su reivindicación de libertad.
¿Qué queda, entonces, de todo esto? Tal vez donde más alimento puede encontrar el teatro español del siglo XXI en el legado de Távora es en su formulación popular. La recuperación del flamenco como sacramento de rebeldía podía ser tremenda, descarnada, directa, pero nunca agresiva. El creador sevillano quiso siempre al público de su parte, más aún cuando asumió el alcance universal de su empeño particular: cuando de representar sus obras se trataba, el escenario era una casa en la que cabían todos, nunca excluyente a pesar de su vehemencia. Del mismo modo, aun resuelto en la tragedia, el flamenco no pierde en el menester de Távora un ápice de su carácter popular y compartido, de su raigambre y del sentido que le permite tocar el corazón de muchos. Si con demasiada facilidad ha aceptado el teatro español la falacia de que un teatro popular es menos exigente, más acomodaticio y más comercial, tenemos en Salvador Távora el mejor ejemplo posible para demostrar que la verdad camina justo en sentido contrario. Si algo necesita el teatro en este tiempo es que el espectador lo perciba como suyo, como un patrimonio que le corresponde, que le es dado desde antiguo para hacer con él lo que le dé la gana. No hay otros muchos casos en los que el teatro se parezca tanto a la vida. Y si hablamos de este legado como un hilo de Ariadna que empieza a señalarnos el camino, podemos concluir, entonces, que nos queda Távora para rato.
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