Salvador Távora, el genio autodidacta del teatro andaluz
La capilla ardiente del dramaturgo y director se abrirá en el Ayuntamiento de Sevilla de las 9:00 a las 12:00 del sábado
Sevilla/El ocho de febrero, sin previo aviso, se ha convertido ya en una fecha tristemente relevante para la historia del teatro español. En su madrugada nos dejaba Salvador Távora (abril de 1930) y con él, el testimonio vivo de casi medio siglo de la historia de España. Este sábado, a partir de las 9:00, se abrirá en el Ayuntamiento de Sevilla la capilla ardiente del dramaturgo y director, cuya familia recibe ahora en el Tanatorio de la SE-30 las condolencias de amigos, compañeros y autoridades.
Cantaor, obrero soldador, torero de vocación frustrada… Távora fue, por encima de todo, un inmenso creador, curioso y autodidacta, y un hombre comprometido con su tierra y con sus orígenes al que nada ni nadie logro nunca mudar sus convicciones. Este humilde sevillano de barrio, sin embargo, es el responsable de que España, o mejor dicho Andalucía, se situara durante los años oscuros en el mapa del teatro internacional.
Mientras nuestro país, en efecto, era conocido en el mundo casi exclusivamente -amén de por la dictadura que estaba viviendo- por los clásicos del Siglo de Oro, y el teatro de texto burgués no dejaba de ser un intento de emular la maestría de ingleses y franceses, la irrupción de Quejío (1972), su primer trabajo, colocó al teatro andaluz en la primera línea de la vanguardia internacional.
Se sabe que fue la inteligencia de José Monleón la que convenció al Teatro Estudio Lebrijano para que utilizara en Oratorio, convertida en la pieza más destacada del Festival de Nancy de 1971, el arte andaluz más autóctono: el flamenco. Pero fue Távora, que actuaba como cantaor en Oratorio, quien lograría revolucionar la escena española con Quejío, un sencillo trabajo que se ensayó en La Cuadra, un bar regentado por Paco Lira en el que se reunía la izquierda clandestina sevillana y que la policía definía como "un jardín de silencio donde hasta las paredes hablan". Partícipes de esta aventura fueron Joaquín Campos, Jaime Burgos, José Domínguez el Cabrero, Miguel López, Juan Romero, Pepe Suero y Angelines Jiménez. Fue también Monleón el que aconsejó catalogar a Quejío como espectáculo flamenco, arte abstracto e ampliamente instrumentalizado al que los censores prestaban mucha menor atención que al contestatario teatro de grupo que empezaba a germinar.
Fue así como Quejío triunfó en el TEI madrileño en febrero de 1972 y, más tarde, a lo grande, en el Festival de Nancy (dirigido a la sazón por Jack Lang, posteriormente ministro de Cultura), en el Auditorio de la Sorbona de París y en otros muchos escenarios (se hicieron 471 funciones) hasta llegar a 2018, año en que se repuso en la Bienal de Flamenco de Sevilla y el Festival Flamenco Madrid para celebrar los 45 años de su creación.
Si bien estuvo siempre rodeado de colaboradores y de intelectuales, fue Távora el que obró el milagro de darle alcance universal al teatro andaluz. En primer lugar, porque prescindió del diálogo para basarse en la liturgia implacable del flamenco. Sólo las letras, compuestas en Quejío por él mismo y por Alfonso Jiménez Romero, y cantadas de una manera muy libre por los cantaores, ponían voz a esa Andalucía oprimida y atrasada que el gobierno trataba de ocultar y exigía el fin de sus cadenas.
Otro de sus grandes logros fue la dramatización del baile flamenco, encarnado en la figura enjuta e inconfundible de Juan Romero. Se habla de la influencia de La Cuadra en La Zaranda y en otros grupos teatrales, pero sin él tal vez no se hubiera llegado a la extraordinaria Medea del maestro Granero, y mucho menos a ese teatro flamenco que aún lucha por encontrar sus claves.
A partir de ahí, el teatro de La Cuadra ha sido un continuo viaje de ida y vuelta entre lo intelectual y lo visceral, entre las vanguardias artísticas y los tambores de la Semana Santa, o los del Rocío, que él consideraba semejantes a las manifestaciones báquicas, entre el mundo y Sevilla. Porque, salvo excepciones como Andalucía Amarga, todo ese universo suyo, hecho de sonidos y de aromas andaluces, tan simétrico y tan libre al mismo tiempo, fue desarrollándose en su local del Cerro del Águila. Allí, sentado en su silla de enea verde, con la colaboración inestimable de su asistente, la francesa Lilyanne Drillon, que se unió a La Cuadra en Nancy para no abandonarla jamás, ha creado esas obras que llegaron a más de tres millones de espectadores de todo el mundo.
Tras el éxito de Quejío llegaron Los palos, estrenada en el Festival de Nancy en mayo de 1875, que alcanzó las 340 actuaciones, y Herramientas (propuesta dramática para un teatro de trabajadores), estrenada en Nancy en 1977. Luego, a pesar de haber muerto Franco, en España siguieron obstaculizando de tal modo su trabajo que la cuarta pieza, Andalucía Amarga tuvo que ser producida por el Kaaitheater de Bélgica, que además le cedió una vieja iglesia desacralizada para los ensayos y el estreno en 1979.
Más tarde, al igual que la España de la Transición, su teatro empezaría a cambiar y a profesionalizarse. En 1984, constituida ya en Sociedad Anónima con acciones en manos de todos sus integrantes, La Cuadra estrenaba Nanas de espinas (inspirada en Bodas de Sangre de Lorca) en la sevillana Sala San Hermenegildo.
Era su primer encuentro con un texto teatral y en ella, el flamenco daba la mano a la Coral Polifónica de Santa María de la Rábida. Al año siguiente, con Piel de toro, el grupo pasaba de la penumbra al color y se adentraba en una concepción mucho más esteticista del teatro. Lejos ya de las persecuciones políticas, La Cuadra recibe, de manos del Rey, la Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes.
A partir de ese momento, sin perder su esencia, ni su afición a las máquinas y a los animales, Távora fue transformando su primitivo "teatro verdad", poco acorde con la España esperanzada del momento, en un teatro híbrido donde el artificio y el elemento intelectual aparecían ya perfectamente integrados.
Así, quince años y seis montajes después del desgarrador Quejío, en abril de 1987, tras un preestreno en el Álvarez Quintero de Sevilla, se estrenaba oficialmente en el Teatro Español de Madrid su aplaudida versión de Las Bacantes de Eurípides. Unos cuantos textos del más grande de los trágicos griegos, que se adaptaban como guantes a lo que Távora llamaba el "paganismo sacramental" que impregna la vida cotidiana andaluza, trágica y sensual al mismo tiempo, unidos a unos hambrientos mastines y al sonido de tambores rocieros y marchas procesionales, hicieron de su versión una auténtica esta obra maestra. Una gigantesca noria en la que giraban las bacantes, un cuidado vestuario de Miguel Narros y el baile dramático y único de Manuela Vargas contribuyeron también a hacer de esta obra uno de los iconos de la compañía sevillana.
Más tarde, le seguirían Alhucema, estrenada en 1988 en el Festival de Mérida, Crónica de una muerte anunciada (1990) sobre la célebre novela de su amigo y admirador García Márquez, y otros espectáculos de menor alcance como Picasso andaluz o la muerte del minotauro (1992), Pasionaria, ¡no pasarán! (1993), a partir de un texto de Ignacio Amestoy Eguiguren o Identidades (1995), además de otras colaboraciones, como la que le llevó a intervenir en la creación de Cachorro (1993), del bailarín José Antonio y los Ballets Españoles.
El último de sus grandes logros escénicos sería Carmen, ópera andaluza de cornetas y tambores. Símbolo de la libertad de la mujer andaluza, Carmen supuso para Salvador la oportunidad de volver a sus añorados ruedos, esos que abandonara para ocuparse de los escenarios. Estrenada en la Bienal de Flamenco de Sevilla de 1996, en la plaza de toros de la Maestranza, la Carmen de Távora se ha paseado por los grandes cosos del mundo, incluyendo en muchas ocasiones la lidia de un toro, motivo por el que fue prohibida en Cataluña en dos ocasiones, así como en pequeños teatros como el que el propio autor inauguró en 2007, hipotecando sus bienes, en su barrio del Cerro del Águila.
Aunque su vena creadora no se agotó en el siglo XXI, como demuestran sus últimos trabajos Don Juan en los ruedos (2000), Yerma Mater (2005), Rafael Alberti, un compromiso con el pueblo (2010), y Memoria de un caballo andaluz (2012), la última gran apuesta del creador ha sido el Teatro Távora. Un pequeño espacio que, junto a su Carmen, sigue programando teatro, danza y flamenco a pesar de los problemas económicos que la amenazan.
A lo largo de más de cuatro décadas, La Cuadra y Salvador Távora han recibido más de medio centenar de reconocimientos nacionales e internacionales. Entre ellos, y además de la citada Medalla de Oro de las Bellas Artes, el Premio Andalucía de Teatro (1990), la Medalla de Plata de Andalucía (1991), la Creu de Sant Jordi (1997), el Max de Honor (2017), el Premio de Honor del Teatro Andaluz, en la primera edición (2013) de los denominados más tarde Premios Lorca, o el Premio de la Asociación de Directores de Escena de España (2015).
A pesar de todos estos galardones, Távora ha mostrado su condición de hombre humilde y comprometido con la clase obrera andaluza hasta su última aparición pública, en la presentación de Quejío durante la pasada Bienal de Flamenco. Una militancia que le hacía soñar con nuevos proyectos, entre los que se encontraba la creación de un nuevo montaje sobre Marinaleda y su líder Sánchez Gordillo.
Como los grandes genios, Salvador Távora se ha ido sin despedirse (su estado de salud le impidió terminar su adiós escénico, en el que estuvo trabajando el pasado año junto al coreógrafo Ángel Rojas) y sin dejar sustitutos. Su sabiduría y su recuerdo, sin embargo, quedarán para siempre el corazón de los más de cien artistas de distintos géneros -algunos ya desaparecidos- que han pasado por La Cuadra desde 1972. Muchos de ellos podrán rendirle un último homenaje este sábado en el Ayuntamiento de Sevilla. Próximamente se anunciará el tributo que sus compañeros le dedicarán además en el Teatro Távora.
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