Sale el maestro
Su poder narrativo y su capacidad de convertir cualquier hecho insignificante de la vida en una excusa para construir una historia portentosa era apabullante
Recuerdo la estación de tren de Newark, y los altos edificios que se veían al otro lado de las vías -edificios antiguos, de estilo art déco, casi todos manchados de hollín o de algo que se le parecía mucho-, porque entonces pensé que aquel era el paisaje de la infancia de Philip Roth y que aquellos edificios habían aparecido sin duda en alguna de sus ficciones. En la estación se bajó un abuelo portugués con sus dos nietos. Eran inmigrantes que habían llegado a Newark huyendo de la crisis económica, del mismo modo que los abuelos judíos de Philip Roth habían llegado a Estados Unidos desde la Galitzia rusa, a finales del siglo XIX, huyendo del antisemitismo y de las penalidades de la vida en las aldeas. Las grandes ficciones nos convierten a todos en personajes minúsculos que ocupamos una nota invisible a pie de página. Yo mismo observando alelado aquellos edificios art déco que Roth había visto cuando era niño; o aquel anciano y los dos niños que iniciaban una nueva vida en otro continente, con los mismos sueños y las mismas esperanzas que habían impulsado a los padres y a los abuelos de Roth (y que éste, a su manera, había destruido con su humor delirante y su lujuria desbocada y sus deseos de revelar la cara sombría y tragicómica de todos esos sueños y de todas esas esperanzas): pues sí, todos, de algún modo, formábamos parte de las ficciones de Roth, tan grande era su poder narrativo, tan apabullante era su capacidad de convertir cualquier hecho insignificante de la vida en una excusa para construir una historia portentosa. De hecho, en uno de los capítulos de Mad Men se veía a Don Draper leyendo un ejemplar de El mal de Portnoy (1969) -esa oda a la lujuria compulsiva-, y si bien se mira, Don Draper podría haber sido un personaje más de Philip Roth, igual que Nathan Zuckerman o David Kepesh o Tarnopol o Mickey Sabbath. Uno más, sí, como cualquier otro.
Cuando ya había dejado de escribir novelas, hacia el año 2010, Philip Roth leyó la entrada de la Wikipedia dedicada a su novela La mancha humana (2000). En la entrada se decía que el personaje ficticio del profesor Coleman Silk, acusado de haber hecho un comentario racista en clase y expulsado ignominiosamente de la universidad, había sido inspirado por el crítico literario Anatole Boyard. Al leer aquello, Roth se indignó, ya que apenas había visto en su vida al crítico Anatole Boyard. Y entonces escribió una carta a los administradores de Wikipedia diciendo que la persona real en la que se había inspirado era su amigo el profesor de Sociología Melvin Tumin, al que había tratado a lo largo de 30 años. Roth, por lo tanto, pidió a los administradores de Wikipedia que corrigieran el error.
A partir de aquel momento, la historia real se fue pareciendo sorprendentemente a una de esas tramas de Roth que indagan el insoluble misterio de la identidad humana, o mejor dicho, el complejo mecanismo de cómo se construye (y altera y modifica y destruye) eso que llamamos la identidad humana. Porque al cabo de unos días Roth recibió una respuesta de los administradores de la Wikipedia en la que se le recordaba que él, el autor de la novela, no era una "fuente cualificada", y que por tanto su testimonio no era una razón suficiente para corregir el error. Y la carta de la Wikipedia terminaba así: "Comprendo su opinión de que el autor es la mayor autoridad sobre su propia obra, pero nosotros necesitamos fuentes secundarias que lo confirmen". Al final, al cabo de años de protestas, Wikipedia tuvo que aceptar la versión de Philip Roth, esa fuente primaria que no contaba con una fuente secundaria que corroborase su versión de los hechos, unos hechos, por lo demás, que sólo conocía él.
Como todos sus contemporáneos que vivieron una larga vida, Philip Roth nació en el mundo sólido y coherente de Newark y Nueva York -con sus edificios art déco y sus estaciones de tren-, pero acabó viviendo, como todos nosotros, en el mundo engañoso y fragmentario e incoherente de Instagram y Twitter y la Wikipedia, ese mundo de contornos siempre borrosos en el que un autor de novelas necesita probar con una fuente secundaria (¿quién puede ser esa fuente?) en qué persona real se ha inspirado para crear un personaje imaginario. Y en cierta medida las ficciones de Roth contaban la lenta agonía de unos personajes de carne y hueso condenados por las circunstancias -su herencia judía, sus amoríos, su lujuria, sus errores, su envejecimiento, su decadencia física- a convertirse en fuentes secundarias de su propia vida.
"Hubo un tiempo en que las personas inteligentes usaban la literatura para pensar", escribió Philip Roth en una de sus últimas novelas, Sale el espectro (2007), en la que se despedía para siempre de su personaje Nathan Zuckerman, y en la que también, de alguna forma, se estaba despidiendo de todos nosotros. Roth sabía que en la nueva era de Google y los teléfonos móviles y la corrección política quedan muy pocos lectores atentos, porque ha usurpado su lugar una nueva clase de lector que es capaz de interpretar Lolita como una apología de la violación o que examina con celo inquisitorial la vida privada de los autores para acusarlos de infidelidad o bigamia o impago de impuestos. En ese mundo, por supuesto, Philip Roth tenía ya muy poco que decir. Pero cualquiera que quiera comprobar la grandeza de su obra sólo tiene que realizar un sencillo experimento: coger un libro cualquiera de Roth y leer diez líneas, hasta que de repente la página cobre vida y se inunde de rabia, deseo, fuego, ira, humor, desesperación, júbilo, horror, impotencia... La vida, sí, la vida.
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