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El Sábado Santo de Steiner

El tema de la semana | George Steiner

El humanista que poseía un saber admirable juzgaba el mundo moderno con un profundo pesimismo. Su libro 'Presencias reales' es uno de los títulos imprescindibles de su legado

George Steiner (París, 1929-Cambridge, 2020) ganó en 2001 el Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. / AFP

Casi todo el mundo ha dicho que la muerte de George Steiner significa la desaparición definitiva del humanismo y de la idea de Europa -y del saber clásico- como centro de gravedad de nuestro mundo. Puede ser, pero estoy seguro de que eso mismo se ha dicho docenas de veces sin que las cosas hayan sucedido como se nos había anunciado. Cuando murió Tolstoi, en 1910, también se dijo que la muerte del novelista suponía el final de la gran tradición clásica y la desaparición irremisible de una forma de contar historias que ya nunca volvería a ser posible. Pero cabe recordar que en el otoño de 1910, leyendo los obituarios de Tolstoi, había gente como un tal Marcel Proust y una tal Virginia Woolf y un tal James Joyce. Kafka, curiosamente, no apuntó nada en su diario.

Ahora, por supuesto, también lamentamos la muerte de un humanista que poseía un saber tan formidable que daba miedo (literalmente), pero olvidamos que la cultura no deja nunca de renovarse y que la tradición humanística va mutando en nuevas manifestaciones que nos parecían impensables hace sólo veinte años. ¿Quién iba a decir que el actual cine coreano sería tan interesante como el cine europeo de los años 60? ¿Y quién nos iba a decir que una nueva generación de escritoras africanas, sobre todo nigerianas, iba a desmentir por completo el tópico de que África era terra incognita para la literatura? Es cierto que un personaje como George Steiner -por la amplitud y profundidad de su pensamiento- es alguien muy difícil de imaginar en la sociedad narcisista y pueril de Instagram y de los selfies, pero el profundo pesimismo con que Steiner juzgaba el mundo moderno quizá no estuviera del todo justificado.

Nadie puede negar que en nuestra época se desdeña la memoria como herramienta educativa, que nuestros políticos son unos personajillos lamentables o que las ideas que se enseñan en las universidad son meras excusas sentimentaloides para hacerle creer a un cretino (o cretina) que es la persona más importante del universo. Ahora bien, conviene recordar que Steiner se salvó por los pelos del Holocausto y que varios paracaidistas norteamericanos de la 101 División Aerotransportada, cuando se alojaron por casualidad en su mismo college, tuvieron que defenderle de los matones que le hacían la vida imposible (Steiner tenía un brazo inútil por un defecto físico de nacimiento).

Se salvó por los pelos del Holocausto y un defecto físico al nacer le dejó un brazo inútil

Puede que nuestro mundo sea vulgar, ignorante e inmaduro, sin duda alguna; pero al menos es un mundo en el que no existen Holocaustos planificados y en el que los niños de los países desarrollados tienen muchos más mecanismos -legales y personales- para defenderse de los matones. Y aun así, qué gran personaje era George Steiner (me pregunto si un novelista podría haberlo imaginado). Hablaba y leía en cuatro idiomas -inglés, francés, alemán e italiano-, aparte del latín y el griego clásico. Cada día leía un fragmento de Parménides el Oscurísimo, aquel presocrático que había escrito: "Pues una misma cosa es la que puede ser pensada y puede ser". De niño, Steiner redactaba listas de papas, de héroes mitológicos, de castillos y de óperas. Su padre, que huyó de Viena con su familia cuando se dio cuenta de que la amenaza antisemita iba muy en serio, le aconsejó vivir con la maleta siempre preparada por lo que pudiera ocurrir. Su madre le ayudó a superar el trauma del brazo marchito diciéndole que su dificultad era un don divino. Y su padre le obligaba a escribir atándole el brazo útil a la espalda para que tuviera que desarrollar el brazo impedido. Hoy en día, el padre de Steiner habría sido denunciado por maltrato y se habría enfrentado a una denuncia y tal vez al escarnio público. Steiner, por descontado, no sólo aprobaba la actitud de su padre, sino que la admiraba sin reparos.

El crítico literario nunca fue un personaje fácil: era malhumorado, arrogante y gruñón

George Steiner (París, 1929-Cambridge, 2020) no era un personaje fácil. Era gruñón, arrogante, malhumorado. A veces ocultaba tras su inmenso saber un desconocimiento considerable de materias que le resultaban antipáticas o simplemente desagradables. Sus contemporáneos no eran los europeos nacidos en la primera mitad del siglo XX, sino Homero, los presocráticos, Shakespeare, Tolstoi. Vivía en un mundo masculino de señores con pajarita a quienes sus esposas -Zara era la mujer fiel de Steiner- les tenían que plegar el paraguas o ayudarles a pegar los sellos. Sus opiniones eran a veces disparatadas, aunque también solían dar en el clavo: "Ni Shakespeare podría haber inventado a Stephen Hawking", decía, o bien: "Homero habría admirado al boxeador Muhammad Alí". Cuando tocaba el tema de la enseñanza, sus lamentos alcanzaban proporciones homéricas: "Estoy asqueado por la educación escolar de hoy, que es una fábrica de incultos y que no hace nada para que los niños aprendan las cosas de memoria". También rabiaba contra el poder maléfico del dinero con improperios dignos del profeta Isaías: "Cuando una empresa fracasa, miles de personas quedan en el desempleo o endeudadas; sus directivos huyen llevándose millones en bonos y en fulgurantes apretones de mano. Y, sin embargo, a ninguno de estos rufianes se les escupe, ¡ya no digamos se les fusila!" Steiner era conservador en muchas cosas -o incluso muy conservador-, pero no encontrarán a ningún progresista que se exprese con esta ira bíblica en contra del capitalismo actual.

La idea más brillante de Steiner está expresada en su libro Presencias reales, y es la idea de que vivimos en el Sábado Santo de la pasión cristiana: el día de la duda, el día del silencio, el día de la destrucción de todos los mitos y esperanzas. Steiner opinaba que todos -ateos o cristianos o judíos- sabíamos muchas cosas del Viernes Santo -el día de la muerte de la esperanza, el día de la destrucción de la fe-, así como sabíamos muchas cosas del Domingo de Resurrección: el día que anuncia el sueño de la liberación y del renacimiento, el día de la resurrección que nos impulsa hacia la utopía. Pero en medio, inadvertido, en silencio, está el misterioso Sábado Santo: el día en que todos dudamos, el día en que no hay esperanza, el día en que ya no hay nada que pueda iluminarnos, el día en el que incluso el arte y la poesía nos resultan inútiles. Todos vivimos en el Sábado Santo -decía Steiner-, y ahora que ha muerto, sabemos muy bien que tenía razón.

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