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Rufus Wainwright | crítica
Salimos del Teatro de la Maestranza después del concierto de Rufus Wainwright buscando un lugar donde sentarnos, junto al río, para apaciguar el alma, para serenar la lluvia de nuestros ojos, porque teníamos en nuestras cabezas y en nuestros corazones todas las emociones que nos había hecho sentir durante la hora y media en la que nos tuvo embelesados. Quise buscar una palabra que me sirviera para definir lo que puede sentir alguien que ha tenido a su cargo el más vasto imperio del mundo, construido edificaciones que han resistido el paso de los siglos, que ha sido uno de los emperadores más alabados de la historia y que, en su ocaso, piensa que lo mejor de su vida ha sido sentir amor por otra persona. Cuanto Rufus cantaba He Loved me contagió a mí, desbordado por la emoción, ese sentimiento que no podía describir y todavía sigo sin poder hacerlo porque no he encontrado la palabra adecuada, todas se quedan escasas de significado. Y seguro que para Rufus esta canción está a un nivel emocional que rebasa cualquier límite; forma parte de su segunda ópera, la que basó en las Memorias de Adriano y se estrenó el verano pasado en el Teatro Real de Madrid bajo la dirección de su marido, Jörn Weisbrodt, en el que, según nos confesó desde el escenario, fue el mejor día de su vida.
Y eso que la interpretó acompañándose de la guitarra, que es un instrumento en el que su pericia está solo un escalón por encima del que tenía La Pantojita; raca raca para salir del paso y para de contar. La verdad es que Rufus lo pasó fatal afinando el instrumento precisamente para esa canción de Adriano -del que, por cierto, sabía que nació aquí al lado, en Itálica- y no dejaba de echar pestes de la tecnología que estaba usando y de su propia torpeza para manejarla, lejos de la que tenía su padre, Loudon Wainwright III, al que recordó en ese trance y al que yo mismo vi una vez en un video cambiando una cuerda de su guitarra sin dejar de tocarla. Se le notó lejos de los demonios que siempre han rondado por su vida. Un Rufus pleno de efusividad, asentado con su marido y su hija, que no dejaba de reír y bromear sobre lo bien que lo había pasado aquí esta mañana escuchando flamenco y los sobres de jamón ibérico que se llevaba a casa. Qué lejos quedaban esa locura y esa tristeza de las madrugadas, cuya remembranza al cantar Early Morning Madness le hacía golpear las teclas del piano de una manera desaforada. Eso sí que lo domina bien, el piano; con el que hizo un impresionante trabajo desde la primera nota de Beauty Mark, la canción de su primer disco, en el inicio de hoy, para mejorar a medida que avanzaba la noche. Sentado ante él, en doce de las dieciocho canciones que nos ofreció, es cuando realzó su introspección, cuando tuvieron un fondo perfecto sus altísimos picos emocionales, sus texturas vocales exuberantes, cuando de verdad desarrolló unas estructuras armónicas complejas sin que echásemos de menos una banda que le acompañara. Pero sobre todo nos sobrecogió su voz, su inconfundible estilo vocal de tenor, que nos atravesaba, con un vibrato disparado de manera emocionante. Su gran rango vocal estuvo al servicio de unas canciones en las que su talento para interpretarlas fue el centro del espectáculo.
Mi acompañante, encantada y deslumbrada, decía al final: ha elegido el mismo repertorio que si lo hubiese hecho yo. Compuesto por canciones de toda su carrera, así como un par de versiones de Leonard Cohen: extraída del disco en que celebraba los 150 años de Canadá -es de risa decir eso en un lugar con tanta historia como España, dijo- convirtió en un galope lujurioso So Long, Marianne y realzó la belleza trémula y luminosa de Hallelujah, que era el final marcado para el concierto en unos bises que abrió con Dinner at eight, pero que tuvo un broche inesperado cuando volvió para dejarnos Complainte de la Butte, una bellísima canción en francés de los años 50 que Rufus rescató para la banda sonora de Moulin Rouge. Detrás quedaban grandísimos e inolvidables momentos con canciones como This Love Affair y Poses eróticamente embriagadas, arremolinadas; la conmovedora Going to a Town, escrita hace dieciséis años, pero hoy más poderosa -qué cansado estoy de ti, América, dice en sus versos- a la luz de los retrocesos sociales y la devastación de la guerra. Hizo una conmovedora interpretación de The Art Teacher, una desgarradora historia de amor no correspondido en la que pareció perdido, inmerso en el dolor, con la cabeza balanceándose de un lado a otro y los ojos firmemente cerrados, mientras cantaba las líneas de la triste melodía de manera emotiva, convertido en uno con el piano. Igual de doliente y solemne fue su lectura de Cigarettes and Chocolate Milk con la que terminó el set y abandonó el escenario por primera vez. Con Gay Messiah nos paró el latido del corazón y nos lo devolvió con Go or Go Ahead; llenó 11:11 de pasión, placer y dinamismo. Su talento único elevó incluso las canciones menos conocidas, aunque no menores: Westside Waltz, de creación reciente con la Sinfonietta de Amsterdam; Old song, que presentó también como nueva, a pesar del nombre; y la más doméstica, que en Peaceful Afternoon canta sobre el compromiso a largo plazo, sobre las pequeñas molestias que pueden separar a las parejas y la magia que las mantendrá unidas; una canción de especial significado para alguien que lleva, como yo, cuarenta y ocho años felices al lado de la misma mujer.
Aun con las charlas y el parón para afinar, Rufus supo llevar el ritmo del concierto; fiel a su estilo, agregó mucho color y sabor a las canciones presentando muchas de ellas con alguna historia; sabe cómo estar en el escenario y usar su cuerpo para lograr un efecto dramático, sobre todo cuando está al piano: cuando terminaba una canción, mantenía la pose durante unos segundos, con la cabeza inclinada hacia atrás, perfectamente inmóvil, con los ojos mirando hacia el cielo. Ya no parece un hombre que duda de sí mismo, ahora demuestra el prodigioso talento que siempre hemos visto en él y por eso su concierto nos dejó una honda impresión.
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