La restauración de Notre Dame de París
Y Rubens pasó por Valladolid
Enrique Valdivieso y Jesús Urrea firman 'Pintura barroca vallisoletana', un estudio imprescindible sobre la escuela castellana y la corte de Felipe III
Sevilla/Valladolid fue el gran centro español de la escultura barroca pero también, y al socaire de esa fama, la cuna de una pintura austera y seca que han estudiado durante medio siglo con fervor y gozo sus paisanos Enrique Valdivieso y Jesús Urrea. "El castellanismo encajaba con la tradición sobria y desornamentada del último manierismo reformado que trajo Felipe II a finales del siglo XVI", contextualiza Urrea, exdirector del Museo Nacional de Escultura. Su investigación la recoge ahora un espléndido volumen, coeditado por las Universidades de Sevilla y Valladolid, de donde son catedráticos eméritos de Historia del Arte.
El libro dedica un amplio apartado a una de las obras que entraron recientemente en el Prado: Ticio encadenado de Gregorio Martínez (Valladolid, 1547-1598), un lienzo que este pintor aficionado a la temática profana realizó hacia 1595 y donde representa al titán al que un buitre devora eternamente las entrañas. Es uno de las escasos ejemplos de pintura mitológica en la segunda mitad del siglo XVI y concede gran protagonismo al desnudo.
Entre 1601 y 1606 la Corte de Felipe III se instaló en Valladolid y ese hecho propició que los retratistas se trasladaran a la capital castellana, como sucedió con Juan Pantoja de la Cruz (Valladolid, h. 1553-Madrid, 1608), instalado en Madrid desde su juventud y que se formó en el taller de Alonso Sánchez Coello, quien a su vez había aprendido la tradición de la representación regia de Antonio Moro.
Pantoja de la Cruz murió pronto pero dejó su impronta en la generación de retratistas vallisoletanos que, como Bartolomé González, trabajaron con asiduidad para la corte hasta la llegada de Velázquez. Era un ambiente muy activo: Juan de Roelas trabajó para la Universidad y los templos, y la capital suministraba obras al resto de Castilla y al norte peninsular. A esa dinámica urbe llega desde Italia en 1603 Pedro Pablo Rubens, que entonces tenía 26 años, para satisfacer los gustos de Felipe III y Margarita de Austria en calidad de embajador del duque de Mantua.
En Valladolid, durante una estancia que duró unos siete meses, Rubens pintó su espléndido Retrato ecuestre del duque de Lerma, que pertenece ahora al Museo del Prado. Era su primera visita a España y captó en la obra, una de las pocas suyas que están firmadas, el impactante poder del valido de Felipe III al plasmarlo como un grandilocuente guerrero a caballo, siguiendo modelos de la Antigüedad. También realizó la tabla Heráclito y Demócrito del Museo Nacional de Escultura de Valladolid.
Aunque la corte fue un espejismo que duró poco, de enero de 1601 a marzo de 1606, liberó un aire de creatividad muy distinto al canon fijado por Carducho y los pintores madrileños vinculados a la corona. Ello permitió experimentar con luces y sombras y cultivar cierto aire naturalista y caravaggiesco al ya citado Bartolomé González (Valladolid, 1564-Madrid, 1627), que fue discípulo de Patricio Cajés en su ciudad natal y, tras el traslado de la capitalidad a Madrid, sucedería a Juan Pantoja de la Cruz como retratista regio ocupando en 1617 la plaza de Fabricio Castello. En estos años sobresale también la figura del portugués Bartolomé de Cárdenas, protegido del duque de Lerma, que trabajó tanto en Madrid como en la ciudad del Pisuerga.
Y si Gregorio Martínez y Bartolomé González ocupan la transición del Renacimiento a la siguiente estética, la principal figura barroca será Felipe Gil de Mena (1603-1673), un pintor que también quiso ser teórico y para ello llegó a contactar con Francisco Pacheco y se ofreció a alojar a Velázquez, su yerno, cuando éste viajaba al sur desde el País Vasco.
Gil de Mena pintó, a la manera de Vanderhammen, unos bodegones con paleta ácida y colores amargos que son verdaderos hitos de esta escuela. "Lo llamamos el Zurbarán vallisoletano por el modo de tratar las telas, doblar los paños y manteles y disponer las naturalezas muertas", explica Urrea, que destaca también la figura de Antonio Pereda, cuya obra maestra, Los desposorios de la Virgen y San José, expoliaron las tropas napoleónicas y acabaría en la iglesia de San Sulpicio en París.
En la plenitud del Barroco destacan Diego Díez Ferreras, oriundo de Carmona (Sevilla) y que trabajó en Valladolid entre 1665 y 1689, y Andrés Amaya, que falleció en 1704 y algunos de cuyos lienzos se conservan en el Museo Nacional de Escultura, como un espléndido San José con el Niño.
Para Valdivieso este extenso catálogo de pinturas, que considera uno de sus frutos más importantes, es también el resultado de una gran amistad con su paisano Urrea que dura ya medio siglo y de unas investigaciones que se remontan a los años 70, cuando ambos se iniciaban como profesores universitarios en Valladolid, recorrían el norte de España en un viejo automóvil "y eramos los únicos que nos subíamos a los andamios para medir los cuadros en las iglesias".
Por ello, continúa, "aunque no es tal vez la mejor pintura del mundo sí refleja a la perfección una sociedad y unos sentimientos, los de una ciudad desmoralizada, triste y abatida porque la corte se había ido a Madrid. El carácter y las circunstancias económicas generaron esta pintura vallisoletana donde el adorno no es esencial y que transmite unos valores espirituales distintos a la gloria y la energía del Barroco andaluz pero que, en su humildad y sencillez, resulta también muy bella".
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