Rosa Brun: el punto cero de la sensación
Arte
En su primera individual en Sevilla, en la galería Rafael Ortiz, Rosa Brun muestra una interesante indagación en la materia y la noción de corporalidad
La ficha
Rosa Brun. Galería Rafael Ortiz (Mármoles, 12), Sevilla. Hasta el próximo 15 de mayo
El cuadro, sobre el suelo, forma un suave plano inclinado con el pavimento. Se hace así justicia a la obra: es una pintura pero su soporte, la madera, tiene un grosor poco frecuente, siete centímetros. Esa dimensión y el que la pintura cubra en parte el dorso de la tabla acercan la pieza a la escultura. Pero la cercanía a la escultura no obedece sólo al volumen sino también al potencial de la obra para alterar el espacio que la rodea. El verde, que por la misma estructura del cuadro parece desbordar los límites del rectángulo, provoca reflejos sobre el mármol donde convive con otras notas de color, muy leves, enviadas por los cuadros cercanos. Hay algo más que aproxima la obra a la escultura: el encuentro. La pieza no demanda la mirada frontal, como los cuadros, sino que interpela al cuerpo: la obra invita a rodearla, relacionarse con ella desde diversos ángulos, medirse con su volumen.
Al examinar esta obra titulada Endanus, he subrayado el volumen, la capacidad para intervenir el espacio entorno y su dimensión, digamos, corporal. Estas notas, sin embargo, pueden aplicarse a todas las obras de esta muestra de Rosa Brun. Nacida en Madrid en 1955, Brun es catedrática de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad de Granada y posee una larga ejecutoria de trabajo y exposiciones dentro y fuera de España, aunque, si no me equivoco, es ésta su primera muestra individual en Sevilla.
Malévich decía que sus pinturas abstractas pretendían llevar al cuadro la desnuda pureza del universo. El suprematismo buscaba un punto cero del cosmos, un universo carente de objetos. En la obra de Rosa Brun hay también la búsqueda de un punto cero aunque mucho más cercano que el soñado por Malévich. Brun no busca un cosmos originario idéntico a la nada, sino ese instante, a mi juicio, mucho más enigmático, en el que una mirada encuentra que ahí enfrente hay algo de interés, algo en lo que merece la pena demorarse. La mirada tantas veces reducida al automatismo, colonizada por la curiosidad o sometida a seducciones retóricas tropieza de improviso con algo nada complicado, un color, una textura, un brillo, y los ojos no sólo se detienen sino que se remansan en él. Es algo tan elemental, tan sencillo que desconcierta porque las palabras que podrían describirlo o aun nombrarlo no llegan a satisfacernos.
Hace algún tiempo, al comentar la exposición de Rosa Brun en Málaga, me centré sobre todo en el color. El color es, como la música, una percepción invasiva: ocupa el organismo con tal fuerza que es difícil fijar las fronteras entre el objeto sensible, es decir, el campo de color que está ahí, en el muro, y el cuerpo, el sistema nervioso, que, aquietándose, queda detenido en él. Así ocurre en esta exposición en obras como la ya comentada Endanus o con el potente anaranjado de Markab I. Pero creo que las obras expuestas llegan algo más lejos.
En efecto, el denominador común de estas obras es una sensación más elemental y más arriesgada: es la propia materia. Cobre pulido, a la izquierda, en la entrada de la galería, hierro, madera, lienzo y diversas clases de pigmentos, amplían las posibilidades de interpelación de las obras a una confluencia entre mirada y tacto, unión que poco a poco recuerda que somos carne, cuerpo entre los cuerpos.
Esta conciencia de la propia corporalidad la despiertan mediante otras claves las piezas de Rosa Brun. He relacionado antes su trabajo con Malévich. Recordaré ahora los prouns de Lissitzky (ensayos espaciales que prolongan las ideas de Malévich) y los contrarrelieves de Tatlin (cuya intención es algo distinta). Las propuestas de Lissitzky impulsan al espectador a cambiar su orientación corporal. Algo muy parecido hace Charon, un sutil aglomerado de formas prismáticas situado a cierta distancia del suelo en la pared derecha de la primera sala de la galería. Otras obras como Dacrónicas o Eris hacen pensar, por su acumulación de planos y materias, a los citados trabajos de Tatlin. Todos esos trabajos reclaman al cuerpo. Los primeros exigen cambiar la posición de quien mira o imaginar espacios alternativos. Los elementos superpuestos impulsan (como ocurría con los contrarrelieves) a explorar una profundidad distinta de la ilusionista.
En cuanto se habla del punto cero de la sensación o de la interpelación al cuerpo, se está requiriendo al pensamiento. Pese a ello, temo que estas líneas valoren en exceso la forma. Ese tono no haría justicia al quehacer de Rosa Brun. Hay en la muestra obras donde es aún más claro el peso conceptual. Me refiero a piezas como Sandalo o Vendal II, en las que un plano colocado sobre los demás componentes se antoja ocultar la obra. Esos planos vacíos sobre complicadas estructuras son una metáfora del espacio del cuadro. Tal vez toda la muestra pueda verse en esta clave.
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