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Romper el silencio

Audacias femeninas | Crítica

Este informado y agradable libro de Carlos García Gual analiza la lucha por la libertad femenina en la cultura grecorromana

Escena de gineceo. Vaso griego de hacia el siglo V a. C.
Luis Manuel Ruiz

12 de julio 2020 - 06:02

Parece difícil nombrar algún aspecto de la Antigüedad grecolatina que el omnímodo Carlos García Gual (Madrid, 1943) no haya abordado desde cualquiera de sus múltiples actividades. Ya sea en su labor de traductor, editor, director de colección (la famosa Clásica Gredos), profesor, articulista o crítico, resulta imposible acercarse a los estudios clásicos de hoy en día sin topar con su rúbrica en los listados de bibliografías. Con la misma soltura y erudición nos regala disertaciones sobre los periplos náuticos de los primeros griegos (Mitos, viajes, héroes, 1981), los inicios de la narrativa occidental en el mundo alejandrino (Los orígenes de la novela, 1972, o Las primeras novelas, 2008), viejas leyendas sobre monstruos y otros seres maravillosos (Sirenas: seducciones y metamorfosis, 2014), que se atreve, llevando su curiosidad un poco más lejos, con otro tipo de sagas que también bebieron de Grecia y Roma, cuna última de nuestras letras y de todo lo demás (Historia del rey Arturo y de los nobles y errantes caballeros de la Tabla Redonda, 1983).

Es interesante comprobar cómo el arte de la composición de García Gual imita a la espiral o el solenoide: vuelve y revuelve el autor sobre los mismos temas, en libros distintos o uno mismo que se extiende y amplifica. Por ello, no resulta infrecuente que reedite muchas de sus obras con añadidos posteriores, materia de aluvión que los años y las nuevas lecturas han ido aportando al lecho original: esto sucede también en Audacias femeninas, cuya versión actual recrece otra anterior de 1991.

El tema, según adelanta el subtítulo, es la feminidad en la cultura grecorromana. Una cuestión peliaguda y más abierta al debate de lo que parece a simple vista: pues, si bien los griegos, con su homosexualidad platónica y la limitación del ágora al círculo de la testosterona, relegaron socialmente a la mujer a la rueca, la pata quebrada y la casa (ahí está el verso lapidario de Eurípides, que repite una declaración paralela del mismísimo Pericles: "el ornato más hermoso de una mujer es su silencio"), no parece menos notable la presencia importantísima de figuras femeninas en el mito y la literatura, sobre todo la tragedia. Personajes de una potencia imposible de eludir, que prestan con su solidez relieve a unas tramas donde, es cierto, a los varones compete en última instancia la tarea de administrar la ley, Antígona, Electra, Medea, Clitemnestra, Penélope y muchas otras se encuentran en condiciones de discutir la supremacía del protagonismo masculino. El mismo panteón helénico cuenta con una colección de diosas cuya influencia discute o incluso supera a las de sus compañeros de sexo: Atenea era la patrona de Atenas y acompañó a Ulises y Telémaco hasta su éxito final; Ártemis (sosias de Isis y la Inmaculada) protegía a navegantes, vírgenes y parturientas y contaba con una de las mayores redes de santuarios del orbe antiguo; sobre la importancia de Afrodita y Hera basta con echar un vistazo, si alguna prueba hace falta, a cualquiera de los cantos de la Ilíada.

Portada de la edición de Turner.

Pero no es en estos iconos señeros en los que García Gual se detiene en su muy informado y agradable librito. Ha preferido, como él dice, aproximarse a mujeres más a ras de tierra, más cercanas a las que realmente existieron y poblaron en algún momento las bulliciosas ciudades del filo del Mediterráneo, Roma, Alejandría, Antioquía. Para ello ha recurrido a las heroínas de la literatura; y más concretamente, a aquellas que, retratadas en la comedia nueva y la novela incipiente de la edad helenística, presentan un perfil más fresco y nítido de lo que una mujer de entonces debía de ser. Nos las vemos así con la viuda Ismenodora, protagonista de un diálogo de Plutarco en el que se defiende (contra la lógica de entonces) que la mujer podía amar en idénticas condiciones a las del varón y que la calidad de su afecto no desmerece en absoluto del de su contrario; a Leucipa, personaje, igual que Melita, de una conocida novela de Aquiles Tacio donde una y otra representan papeles que no resultan comunes en los gineceos de la época, sea por su inveterada defensa de un ideal o por su espontaneidad, típicamente masculina, a la hora de obtener aquello que se proponen. Tenemos también a Talestris, la reina fabulosa de las Amazonas que se presentó ante Alejandro el Grande exigiéndole que yaciera con ella para que juntos concibieran un hijo perfecto; o a mi preferida, Tecla, la Santa Tecla de la Leyenda Dorada, actriz principal de una hagiografía del Pseudo Basilio de Seleucia que constituye en realidad un folletín enmascarado y donde proliferan, en alegre sucesión, las epifanías, los raptos, las torturas, los travestismos, el ataque de fieras, el fuego caído del cielo y hasta un viaje al otro mundo sin el trámite previo del viático.

Más allá del jugoso anecdotario, Audacias femeninas sirve pata testimoniar algo que a menudo se pasa por alto: que el feminismo avant la lettre existía ya mucho antes del color violeta y los troleos de internet, y que a menudo la rebelión y la lucha por la libertad revisten formas más oscuras y auténticas que las que se asocian al altavoz. Sirva este pequeño título para traerlas a la memoria.

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