Retos de lo híbrido

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El pensador francés Éric Sadin reflexiona sobre la mutación decisiva que se ha producido en la sociedad contemporánea en nuestro vínculo con la técnica.

El filósofo francés Éric Sadin (París, 1967).
El filósofo francés Éric Sadin (París, 1967).
Alfonso Crespo

06 de junio 2017 - 06:00

La ficha

'La humanidad aumentada. La administración digital del mundo'. Éric Sadin. Trad. Javier Blanco y Cecilia Paccazochi. Caja Negra Editora. Buenos Aires, 2017, 160 páginas. 16 euros.

En la misma senda que Flusser y Guattari -ya publicados por Caja Negra dentro y fuera de su colección Futuros próximos-, Éric Sadin, con menos vuelo en la pluma pero quizás más pedagogía, nos alerta aquí de que el antropocentrismo sigue agotándose y de que hoy es necesario y vital pensar nuestra paulatina hibridación con la tecnología fuera del facilón molde siniestro de perspectiva apocalíptica. Y si La humanidad aumentada arranca precisamente con 2001 de Kubrick y la distopía de Hal 9000 irrumpiendo como voluntad de poder en la nave Discovery One, el francés disecciona la inteligencia artificial con el horizonte puesto en un acoplamiento inédito de seres fisiológicos y códigos digitales que seguirá transformando nuestra condición.

Sadin, es verdad, ya no nos puede ver como aquellas hormigas interconectadas que, al decir de Flusser, debían torcer la finalidad de los aparatos mediante una decisiva inversión de imaginación; tampoco, como Guattari, tanteando los horizontes más remotos de lo posible a partir de una contaminación entre lo humano, lo animal y lo maquínico. Su devenir-máquina -digámoslo así, aunque cada vez estemos más lejos de los 70 y 80- más que del tiempo de la guerrilla emerge de su resaca, una vez que las potencialidades se han actualizado en una sospechosa reconciliación que es preciso analizar: la rendición ante la paulatina delegación de funciones en una tecnología que, lejos de su ancestral condición de prótesis paliativa de las insuficiencias del cuerpo humano, ordena y gobierna nuestros días a partir de una hiperdesarrollada capacidad cognitiva.

Una sutil reivindicación de nuestras capacidades frente a este panorama es lo que ejecuta Sadin en este breve ensayo donde el regreso a Hal no busca alumbrar de nuevo el miedo ante el constructo cibernético capaz de liquidarnos después de habernos seducido con su voz de locutor de radio, sino hacernos comprender que tras haber delegado el funcionamiento de nuestra cotidianidad a la progenie artificial, queda por saber si estamos ante una sociedad más híbrida y compleja o simplemente inaugurando aquella en la que, suplantados, los humanos se abran a un incierto futuro. Queremos estar interconectados, multiplicados por gadgets que filtren una cantidad de datos inmanejables para nuestras capacidades, sin por ello darle excesiva importancia a que esta hibridación se produce con sistemas y procesadores que orientan y deciden comportamientos individuales y colectivos. Se trata del inicio de algo que no tiene nombre y a lo que Sadin le regala el de "antrobiología", un despertar, ya no de ciencia-ficción, a una ontología dual en la que la antigua desnudez del Ser comparte páramo con criaturas artificiales que viven en paralelo. Pero, como decimos, no viene el ensayista francés a traernos, como aquel actor bergmaniano en El rostro, el "miedo a la muerte", sino a esos "otros razonamientos" que utilizamos medio sonámbulos, los de internet y los umbrales de autonomía de procesadores que actúan por nosotros en virtud de enrevesados algoritmos, situando así la inteligencia artificial menos en una capacidad reflexiva que se reflejara en la humana como en un poder deductivo sólo al alcance de sus motores de inferencia: el poder de desencriptar o desvelar afinidades más o menos secretas entre acontecimientos en apariencia desvinculados para nuestros limitadísimos estándares en el manejo de datos.

Como recuerda Sadin y así será cada vez más habitual, nuestro cuerpo se mezcla con estos procesadores de manera estrecha en el espacio-tiempo de una realidad aumentada en el que la técnica "hace cuerpo o se adhiere al cuerpo", como en las aplicaciones de smartphones o en las gafas de Google, antes de que las implantaciones tecnológicas dentro de nuestra carne hagan de nosotros cyborgs más o menos arrumbables.

Este crepúsculo del antropocentrismo, que en el fondo es de lo que aquí se habla, lleva tiempo intentándolo atajar intelectualmente Sadin, quien en su despojada y funcional escritura marca alguno de sus hitos, como la irresponsable sacralización de la tecnología -aquellas misas paganas en las que el difunto Steve Jobs presentaba el iPhone de turno- o nuestra incapacidad para valorar una inteligencia distinta a la orgánica, aunque "esta sabiduría otra" ya gobierne nuestro día a día a través de una cibernética "administración soft" a la que hemos cedido la soberanía y que nos guía y condiciona indoloramente. Con serenidad y espíritu didáctico, alerta pero lejos de catastrofismos, Sadin percibe en el constante deseo de humanizar las máquinas, y que sientan y piensen como nosotros, la señal inequívoca de que al menos aún seguimos investigando lo que significa ser humano.

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