ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
'Me enveneno de cine. Amor y destrucción en la obra de Francisco Regueiro'. José Luis Castro de Paz y Xosé Nogueiro (coords.). Shangrila. Santander, 2014, 316 págs. 20 euros
La nueva historiografía del cine español -representada aquí por profesionales como José Luis Castro de Paz, Asier Aranzubía, Jaime Pena, José Manuel Sande o Imanol Zumalde, y sancionada por dos de los veteranos que más han contribuido al cambio de óptica, Santos Zunzunegui y Julio Pérez Perucha- lleva tiempo detrás de este necesario y justo rescate, el de Francisco Regueiro, una figura clave en la cultura española de la segunda mitad del siglo XX (dibujante en La Codorniz, escritor y pintor) y uno de los mejores y más aviesamente ninguneados cineastas que ha dado el país. El vallisoletano Regueiro, que nace al cine dentro de la operación política conocida como Nuevo Cine Español y se pasa la década de los sesenta, como el resto de egresados de la Escuela Oficial de Cinematografía, intentando acompasar sus obsesiones personales con un estilo a la moda moderna que cumpliera en casa y en el extranjero con la estrategia aperturista de García Escudero (El buen amor, Amador, Si volvemos a vernos, Me enveneno de azules, Carta de amor de un asesino), encontraría los mayores obstáculos -censura política y de mercado- en las décadas posteriores, justo cuando diera con la voz, el tono y las formas (Duerme, duerme, mi amor, Las bodas de Blanca, Padre Nuestro, Diario de invierno, Madregilda). Esta condena al margen, por otro lado, ya contaba con ilustres víctimas, paradójicamente los grandes maestros orillados por el Nuevo Cine Español -los Berlanga, Buñuel, Ferreri o Fernán Gómez- con los que Regueiro compartió suerte amén de un intenso diálogo ético-estético.
No hay duda de que la cosmovisión regueiriana no tenía fácil engarce en la España pretendidamente moderna, pues reincidía en la consideración de la familia y el matrimonio como agentes del mal, pilares de un nacional-catolicismo responsable de la ascensión de la mujer castradora y su capitidisminuido compañero, el varón infantilizado e incestuoso. Pero el filo que más daño causaba en su cine no lo blandían monjas, tías solteras, asesinos, exprostitutas o parricidas; lo cortante venía y viene determinado por la manera en la que Regueiro lograba desaparecer y dejar hablar a las tradiciones artísticas más acendradas en nuestra cultura, algunas de las cuales casaban bastante mal con la imagen del país que pretendían cristalizar el tardofranquismo primero y más tarde la estrenada democracia. Lo explica muy bien Asier Aranzubía cuando advierte que el cineasta, más allá de los ingredientes de su estilo personal, fue "de los que entienden su obra como un capítulo más dentro de una historia o una tradición más amplia". Así, como Berlanga, Buñuel o Gómez antes que él, Regueiro comprende el cine como un medio capaz de invocar, rehabilitar, transformar o variar el legado de Zurbarán, Goya, Solana, Galdós, Gómez de la Serna, Valle-Inclán o Fernández Flórez; de actualizar la crueldad de la novela picaresca, la risa trasera del sainete o la conmoción del esperpento y el surrealismo ibérico. Habrá que tener en cuenta, eso sí, el inefable suplemento de torsión, de estrangulamiento, que sobre esta memoria, sobre estas formas y fórmulas, ha depositado el tiempo, la guerra, la posguerra, la larga dictadura y el clamor por la amnesia colectiva, para entender el proceder, por ejemplo, de Berlanga en ¡Vivan los novios! (1969) o de Regueiro en Duerme, duerme, mi amor (1974), dos obras maestras escasamente conocidas y vistas, como si aún atragantaran el imaginario patrio.
Me enveneno de cine, que, como si se decidiera a aprovechar la ocasión para apoyar otra causa perdida, está compuesto por una serie de pormenorizados análisis fílmicos de todas las películas del vallisoletano (a los que hay que añadir un largo artículo sobre los dibujos y la obra pictórica de Regueiro a cargo de Ana Melendo, una entrevista y la reproducción del guión original de la primera práctica del cineasta, Sor Angelina, virgen, 1961-1962), se une así a otros esfuerzos -muchos de ellos, como las recientes monografías dedicadas a Fernán Gómez, Sáenz de Heredia o Nieves Conde, bajo la rúbrica del gallego Castro de Paz- por desbrozar de tópicos la historia de nuestro cine y rescatar del olvido a sus mejores representantes. Regueiro fue y es uno de ellos, y el rumbo artístico que tomó a partir de Duerme, duerme, mi amor y Las bodas de Blanca -el de la "autarquía simbólica", en acertado sintagma de Imanol Zumalde- posiblemente el más apasionante del cine español contemporáneo. Después de los exégetas, Regueiro vuelve a necesitar espectadores, sin olvidar que el enemigo sigue en casa, en la industria, heredero de aquellos "compañeros" que abuchearon el pase en Benalmádena de una película tan atrevida y sugerente como Me enveneno de azules, los mismos hombres de negocio que continúan mitificando a Querejeta (responsable del naufragio de Carta de amor de un asesino) y que ni en cien vidas serían sensibles a "todo lo grandioso de las películas fallidas".
También te puede interesar
ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
Salir al cine
Manhattan desde el Queensboro
Lo último