Rafael Azcona, el último escéptico
Con su muerte el cine español ha perdido a su mejor guionista.
MANUEL J. LOMBARDO Crítico cinematográfico. Profesor de
Comunicación. Universidad de Sevilla
Bernardo Sánchez nos recuerda que hay un cine español "pre-rafaelita", otro "rafaelita" y otro "post-rafaelita". El Rafael en cuestión no es otro que Rafael Azcona (Logroño, 1926 – Madrid, 2008), guionista por excelencia y con mayúsculas, cineasta en toda regla, de un cine español que siempre ha andado muy escaso de buenos escritores profesionales, creador junto a Marco Ferreri, Luis García Berlanga, Carlos Saura, Pedro Masó, José Luis García Sánchez, Fernando Trueba o José Luis Cuerda de un mapa cinematográfico que se extiende y despliega por la segunda mitad del siglo XX para abarcar los puntos cardinales de la mejor tradición hispana a través de una singular e intransferible mirada satírica y deformante que apunta, precisamente, a nuestras esencias más profundas.
Aspirante a poeta de provincias, y como tantos otros jóvenes españolitos de la primera posguerra, el escritor en ciernes cogió la maleta y se plantó en el Madrid de las tertulias literarias, las tabernas populares y los cafés en busca de cómplices del desencanto con los que compartir una conversación, sacrosanta oficina de trabajo del futuro guionista: "jóvenes que esperaban descubrir el brillo de Broadway en la Gran Vía, la libertad de París en el asfalto de Recoletos, la bohemia de preguerra en los cafés y las tabernas de la capital", como los recuerda Josefina Aldecoa. No tardó mucho nuestro hombre en formar parte de ese reducto de aire fresco en esa atmósfera con olor a cerrado que fuera la revista satírica La Cordorniz. Allí, junto a las caricaturas de Mingote y bajo el espíritu de Mihura y Gómez de la Serna, Azcona publicó sus primeras historias, que iban a dar forma a esa prosa "vigorosa, cáustica, cruel y tierna a la vez", a esa irreductible "afición al desacato", a esa fauna de pobres, tuertos, cojos, mancos, jorobados, desdentados o "gentes de orden y desfile" que protagonizarían El repelente niño Vicente, El pisito, Pobre, Paralítico y Muerto, Los muertos no se tocan, nene o Los europeos, textos desmitificadores y amargos, primos hermanos de la mejor literatura española desde Quevedo a Valle-Inclán, crónicas del patetismo, la risa congelada y efecto especular de una España silenciada por la sórdida "calma" del franquismo. El Azcona que luego hemos conocido y apreciado en tantas películas ya estaba allí en estado puro.
Y de repente, Azcona abandona la literatura para dedicarse por completo al cine ("prefiero el guión porque es más cómodo", solía decir en plan Bartleby), donde "los diálogos se escriben a la derecha y las acciones a la izquierda", tal y como le enseñó Ferreri. Fascinado por el humor negro y el (sur)realismo inmobiliario de El pisito, el director italiano le propone adaptarla al cine. Luego vendría El cochecito (1960), con un inconmensurable Pepe Isbert empeñado en tener un motocarro de paralítico como el de sus amigos de la calle, los mismos que, tras salir de un partido de fútbol, no tienen ningún reparo en tildar de "baldaos" a los atléticos jugadores. Puro Azcona. De nuevo, Pepe Isbert, en El verdugo (1963), retrato de una España de pisos estrechos y otras estrecheces, una película que "va más allá de un alegato feroz contra la pena de muerte, articulando un discurso acerca de la violencia con la que sociedad limita la libertad del individuo y le obliga a actuar en función de unos valores ya interiorizados como propios" (Castro de Paz). En el horizonte, la tradición española, Goya, la picaresca, el sainete, el populismo costumbrista sometido a la torsión en dirección a un realismo exacerbado de nuevo cuño, un realismo made in Azcona. Y un poco antes, Plácido, quintaesencia de nuestro mejor cine, fiesta fúnebre y en movimiento perpetuo sobre la mezquindad y el falso espíritu navideño, retrato en (blanco y) negro de una España de quintanillas (López Vázquez, en un personaje netamente azconiano) y pobres in articulo mortis sentados a la mesa de una burguesía sin encanto.
Si el territorio Azcona quedaría sobradamente delimitado con estos cuatro títulos esenciales del cine español, pronto se vieron las derivas de lo azconiano hacia otros derroteros. Si con el Ferreri de La gran comilona o Adiós al macho pudo coger un aire libertario y europeo que no se respiraba en la España del tardofranquismo, con el Saura metafórico de Ana y los lobos o La prima Angélica o El anacoreta de Esterlich encontró el escritor un espacio para la experimentación narrativa, el autorretrato solipsista y los desvíos que, lejos de su vertiente humorístico-realista, apuntaban hacia una forma en la que la memoria articula una revisión proustiana del pasado con la que leer las miserias del presente. La Trilogía Nacional de Berlanga recupera ya en la Democracia la mala baba satírica y coral de sus primeros trabajos, esta vez para desenmascarar la estrecha moral del régimen a través de un desfile de personajes tan grotescos como reconocibles.
Instalado ya en el prestigio y el reconocimiento profesional, su presencia en el cine de las últimas tres décadas se alterna entre prolongaciones de su universo, del que García Sánchez será el más fiel ilustrador en imágenes (La corte de Faraón, Suspiros de España… y Portugal), meticulosos trabajos de filigrana y artesanía dramática (Belle époque) y cuidadosas adaptaciones (Tirano Banderas, En brazos de la mujer madura, La lengua de las mariposas, La Celestina, Los girasoles ciegos) que lo confirman como la referencia indiscutible de nuestro cine. No por ello, precisamente, Azcona dejó de parecer invisible, tal vez algo menos en sus últimos años, en los que solía salir de la cafetería de El Corte Inglés para dejarse ver en público e incluso conceder entrevistas. Toda una concesión para quien, en palabras de su amiga Josefina Aldecoa, "no quiere ser famoso y lo es. Huye del éxito y sus obligaciones, se esconde en un hotel cuando ocurre algo excepcional, un premio, el estreno importante de una película en la que ha colaborado. Vive tan alejado de la exhibición social que se ha llegado a dudar de si realmente existe. Y sin embargo existe, intensamente".
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