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ROSS, 30 AÑOS | ANÁLISIS
Diversas circunstancias se han conjurado para que la celebración de los primeros treinta años de nuestra Real Orquesta Sinfónica de Sevilla (ROSS) se desarrolle de una manera algo especial. Y no nos referimos tan sólo (que también) a los condicionantes que la pandemia impone sobre el acto mismo de la realización del concierto, esencia y corazón de la existencia de una orquesta. Como ya pasara en otras ocasiones, la transición entre un director artístico y otro no se ha producido como era de suponer y como suele ocurrir en la mayoría de las orquestas. No ha sido posible, como no lo fue en el tránsito de Alain Lombard a Pedro Halffter, por ejemplo, establecer una etapa intermedia en la que el maestro saliente dejase preparada una temporada que fuera asumida por el entrante. Por el contrario, la salida de John Axelrod de la orquesta ha obligado a diseñar una temporada de conciertos sobre la marcha, con los inconvenientes que ello supone a la hora de fijar fechas con directores y solistas invitados.
Por otra parte, el descalabro en la vida cotidiana impuesto por la pandemia de Covid-19 ha afectado indefectiblemente a la programación de la orquesta, que ha tenido que desplazar su temporada de abono al primer semestre del 2021 en espera de poder disponer de un aforo lo suficientemente amplio, tanto en el escenario para la orquesta como en las localidades del público, lo que ha obligado a reducir el número de conciertos de abono y a diseñar sobre la marcha un pequeño de ciclo de conciertos de pequeño formato para los últimos meses de 2020. Con todo, la aún incierta evolución de la enfermedad no ha hecho posible diseñar programas de abono con amplio despliegue de medios orquestales y corales, un repertorio que se viene echando en falta desde hace años. Añádase a todo ello el delicado estado de las finanzas de la orquesta, que a pesar de la última inyección presupuestaria no deja de ofrecer un panorama poco risueño para el futuro y que no avala la programación de obras que requieran un amplio despliegue de medios o la contratación de importantes figuras como solistas o directores invitados.
Con todo, sea por esta serie de factores o no, hay que alabar, entre otras cuestiones, que se haya solventado una de las carencias más clamorosas de la orquesta en los últimos lustros y que era la ausencia de algunas de las principales batutas españolas en el podio de la Sinfónica. Fuera cuestión de egos, fuera por desconocimiento de la realidad musical española, ha sido imposible hasta ahora conocer a la última generación de directores españoles, muchos de ellos con sólidas carreras internacionales. Para esta temporada de abono que ya empieza tendremos frente a la orquesta a nombres como Rodrigo Tomillo (Verdi, Prokofiev y Brahms), Pablo González (Brahms y Dvorák), Ernest Martínez Izquierdo (interesante programa Saariaho y Sibelius) y al valverdeño Lucas Macías, en su doble faceta de oboísta y director. Además, volverán los ya veteranos y bien conocidos en Sevilla Juanjo Mena y Juan Luis Pérez, el primero cerrando temporada en julio con la Novena de Beethoven; el segundo, que conoce a la orquesta desde sus inicios y a la que de tantos apuros la ha sacado en estos treinta años, dirigirá su hijo, el pianista español más interesante de su generación, Juan Pérez Floristán, en un auténtico tour de force, en el que el pianista afrontará el concierto en Sol mayor y el concierto para mano izquierda en Re mayor de Maurice Ravel.
Esperemos que la próxima temporada, ya con un nuevo director artístico y con una vuelta a la vieja normalidad, podamos mirar hacia los próximos años de la orquesta con optimismo.
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