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"Quería que el lector se moviera entre la piedad y el desprecio"

Juan Manuel Gil. Escritor.

El almeriense propone en 'Las islas vertebradas' una narración apasionante y perturbadora sobre los secretos y las heridas que implica toda existencia

El poeta y narrador Juan Manuel Gil (Almería, 1979). / Tamy Chaud
Braulio Ortiz

18 de julio 2017 - 08:32

"Se contemplaba a sí mismo como si se tratara de un personaje redondo que le inspirara desprecio y compasión, irritación y ternura", se dice en algún momento de Las islas vertebradas, la nueva novela del almeriense Juan Manuel Gil, editada por el sello Playa de Ákaba, y precisamente una de las virtudes del texto es la inteligencia con la que su autor contempla a sus criaturas: seres contradictorios, fallidos, tan víctimas como verdugos, reconocibles y humanos. De la mano de un peculiar náufrago -un antiguo empleado de banca que intenta rehacer su vida mientras se enfrenta a un alcoholismo que creía superado y a la culpa-, Gil se adentra en el Parque Holandés, el conjunto residencial de una isla en el que todos los inquilinos parecen haber desembarcado para esconder sus miserias e intentar engañarse a sí mismos, y propone a los lectores un viaje sinuoso y perturbador. Un mes y medio después de su llegada a las librerías, la obra conoce su segunda edición, y la buena acogida de los lectores ha llevado a la editorial a decidir publicarla también en e-book.

-Uno de los personajes se cuestiona "qué clase de tío" es Martín, el protagonista, y es una pregunta que se hace también el lector. Es un hombre frágil, pero también capaz de cometer actos discutibles. ¿Esa turbiedad moral era uno de los rasgos que más le interesaba de él?

-Sin duda. Una turbiedad moral que llegó a hacerme sentir incómodo mientras escribía la novela, mientras me adentraba en lo más hondo de este personaje. Y ahí radica una de mis pretensiones: que el lector se sienta de ese mismo modo, que le cueste concretar su emoción según pasa las páginas, que su posición oscile entre la comprensión y el desprecio, que la contradicción se haga un nudo en su estómago. Creo que la fragilidad de Martín lo convierte en un animal herido. Y basta con acercar la mano a la herida para que todo se desencadene de forma imprevisible.

-Desde la primera conversación, usted deja claro que, más que la belleza paradisíaca, le atrae el componente salvaje, brutal, que posee una isla. Hay un detalle perturbador, en este sentido: su isla huele a algas putrefactas.

-Supongo que después de leer la novela a uno no le quedan ganas de pasar un verano en los bungalows donde transcurre la historia. Como bien apuntas, esta isla no es un paraíso. Es más bien un secreto en mitad del océano, un sueño sofocante del que cuesta salir, una gruta que se abre a los ojos del lector. No es una isla salpicada de cócteles frutales, camisas estampadas y fiestas al aire libre. Nada de eso. Es un lugar donde cada personaje arrastra como bien puede su propio secreto. El peligro está, quizá, en que a veces los secretos de uno colisionan de forma inesperada con los de otro.

-De una manera metafórica, todos los personajes son náufragos, andan a la deriva.

-Lo son. Han hecho y rehecho sus vidas. Y en ese proceso han procurado guardar las apariencias temerosos de no se sabe bien qué. La contradicción y las apariencias son dos resortes que impulsan esta historia. Lo que está claro es que todos nosotros, en algún momento, escondemos, con éxito o sin él, nuestras propias mezquindades, nuestros pequeños o grandes desastres vitales. Quizá sea un derecho natural o un instinto. Despertar una mañana y decirse frente al espejo: "Quiero empezar de nuevo, quiero una nueva piel". Ese es Martín. ¿Pero por qué? ¿Qué ha ocurrido en su vida para que quiera otra vida? Esa es una de las cuestiones.

-"Uno no tiene por qué saber todo cuanto ocurre", afirma el protagonista sobre la isla, llena de misterios, a la que se ha trasladado. En su novela, un relato entre la realidad y la vigilia, plagado de secretos, se impone la sugerencia a la explicación detallada de los hechos. Algo que ya está presente en ese título evocador de Las islas vertebradas.

-Martín es Martín por aquello que vive y por todo lo que sueña. Esta isla es lo que emerge de las aguas, pero también la parte que está sumergida. Esta historia se construye con las palabras que pronuncian los personajes y, sin duda, con las que no se pronuncian, sólo vuelan. Es decir, necesito que el lector intuya, imagine e, incluso, sueñe despierto. Que salga a cazar una parte de la historia. Yo suelo hacer lo mismo mientras leo. Las islas vertebradas quiere coger en volandas al lector, pero no es su deseo acomodarlo.

-A pesar de ser una ficción sin pretensiones de realismo social, por el argumento asoma el asunto de la crisis y las hipotecas, un mundo del que huye el protagonista.

-Quizá ese sea el anclaje más evidente con la realidad del lector: el dolor tan profundo que ha generado y sigue generando una economía deshumanizada. En este sentido, Martín no es una especie exótica, es alguien que comparte espacio, tiempo y miedos con cualquiera de nosotros. Lo sabemos de sobra: la incomprensión, el aislamiento y la precariedad conducen a la desesperación. Y la desesperación nos arrastra a tierras oscuras. Las leyes de la desesperación son otras muy distintas a las de la serenidad y el bienestar. Este libro también habla de la fricción entre una cosa y otra.

-El protagonista se siente fascinado por un libro, el Atlas de islas remotas de Judith Schalansky. ¿Usted comparte esa admiración? ¿Fue una inspiración para la novela?

-Sí. De hecho, fue un libro decisivo, hasta el punto de que la historia de Martín mutó en cuanto le puse un ejemplar de este maravilloso atlas en sus manos. Simplemente me preocupé por que un mensajero llamara a su puerta y se lo entregara. En ese momento supe que sería capaz de terminar esta novela. Durante algún tiempo, la obra se tituló Atlas de una vida remota. Luego surgió el título de Las islas vertebradas casi como una exigencia de la propia historia.

-Uno de los aspectos más curiosos de la novela es esa apuesta por unos diálogos sofisticados en los que los personajes parecen estar retándose constantemente. A usted no parece motivarle un habla coloquial.

-Pensé que los personajes, con su modo de hablar, tenían que contribuir a esa atmósfera perturbadora que sobrevuela cada página. De hecho, el propio narrador desaparece por completo cada vez que los personajes dialogan, como si ellos se preocuparan de decir lo necesario. Ni una palabra más. Cualquier diálogo de la historia procura generar una tensión. Quizá la que se produce entre la realidad palpable y el lirismo, entre la vigilia y el sueño. En cualquier caso, soy un gran amante de esos diálogos que atesoran un punto de artificio. Me encanta que en ellos resuene la literatura.

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