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Hay teatros humildes que poco a poco se han hecho importantes mientras otros, grandiosos en su origen, han ido perdiendo contenido a la par que las instituciones fueron disminuyendo sus apoyos a las artes escénicas. Frente a estos, el Central, cuya primera piedra fue celebrada en 1990 por Albert Vidal volando con su Canto telúrico, es un teatro mimado y privilegiado desde sus orígenes, cuyo gran reto ha sido el de mantener alto su vuelo a lo largo de los años y, con unas circunstancias cada vez más adversas desde el punto de vista económico, renovar constantemente su compromiso con la vanguardia escénica internacional.
Ideado y pagado para convertirse en uno de los grandes centros de atracción de la Exposición Universal celebrada en Sevilla en 1992, año en que abrió sus puertas con La Gallarda, de Rafael Alberti, el Teato Central, con su escenario móvil y completamente dirigible de 18 x 18 metros, con capacidad para alargarse otros ocho metros más, y con sus graderíos replegables capaces de transformar la sala en un espacio diáfano para más de un millar de personas de pie, vino a llenar un hueco impropio de una Sevilla que había pagado un alto precio para intentar convertirse en una ciudad auténticamente cosmopolita.
Esa laguna, sin menospreciar en absoluto las decenas de espectáculos de teatro ni a los centenares de músicos que han pasado por su escenario, se llamaba teatro-danza, una corriente que llevaba revolucionando la escena internacional desde la década de los 80, bajo la bandera de Pina Bausch, la genial coreógrafa alemana que nunca presentó sus obras en Andalucía. Los escasos ecos que de las nuevas tendencias habían llegado a Sevilla -que hasta ese momento había contado con pocos espacios teatrales- lo había hecho, sobre todo, a través del Festival Internacional de Música y Danza de Itálica, que por entonces se celebraba aún en el magnífico anfiteatro de la ciudad romana del mismo nombre.
Bajo la dirección artística de Manuel Llanes, que anteriormente había dirigido el hoy desaparecido Festival Internacional de Teatro de Granada, la programación del Central durante la Expo 92 fue realmente impresionante. Y también trascendental, en primer lugar porque abrió la ciudad a muchos creadores que más tarde, en mayor o menor medida, seguirían teniéndola en cuenta a la hora de diseñar sus giras internacionales, y luego, lo que es aún más importante, porque al igual que el teatro-danza había abatido muchas fronteras en la creación europea del momento, dicha programación logró destruir muchos prejuicios en un público -minoritario a la sazón, aunque en él se incluían los críticos y la clase política y gestora- en absoluto acostumbrado a medirse con trabajos escénicos como los del enfant terrible de Bélgica Jan Fabre, de los ingleses de DV8 Physical Theatre, de Jan Lauwers y la Needcompany o del coreógrafo americano William Forsythe.
Tras los fastos de la Exposición Universal, Sevilla volvió a su pobreza habitual y el Central cerró sus puertas . Pero la semilla estaba sembrada y al menos un grupo de aficionados sevillanos reclamaban el derecho a que los espacios creados se llenaran de contenidos y, de este modo, no tener que seguir yendo a Madrid o Barcelona para ver los trabajos más experimentales.
Asumido por la Junta de Andalucía y tras un concierto inaugural de Kronos Quartet, el teatro reabrió sus puertas en 1995 con poco público y una hermosa pieza de Koltés: En la soledad de los campos de algodón, dirigida por el desaparecido Patrice Chéreau.
Costó mucho llevar a la gente de nuevo a la isla de la Cartuja pero, poco a poco, con una programación de altísima calidad en la que el apartado de teatro y danza se completa con los de jazz, rock, música contemporánea y flamenco, así como con un ciclo para público familiar, Llanes y todo el equipo del Central han logrado fidelizar a un público que se siente privilegiado al tener un teatro como éste en su ciudad y por que Sevilla pase de ser una plaza de provincias a un centro de primer orden al que acuden aficionados de otras provincias andaluzas, y de toda España, cuando se produce, cosa frecuente, algún estreno nacional.
Por sus dos salas han ido pasando las últimas novedades andaluzas -de la mano de compañías como La Zaranda, el Centro Andaluz de Teatro (CAT), Histrión Teatro, Atalaya, El Velador, La Tarasca...-, nacionales -el Lliure, La Abadía, Animalario...- e internacionales, con nombres como los de Anne Teresa de Keersmaeker, Sasha Waltz, los C. de la B., Akram Kham y muchísimos otros. Casi milagrosamene, el Central ha mantenido un nivel de excelencia que, además de por el público, es ahora reconocido con este premio Max.
Pero los que trabajan en torno a las artes escénicas conocen su naturaleza efímera y la necesidad de construir el mundo cada día. Por eso, es seguro que este reconocimiento, además de una alegría, será un acicate para asumir nuevos retos en el futuro, sobre todo frente a una creación joven realmente necesitada.
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