Un Prometeo andaluz
Bienal de Flamenco
La Bienal recuperará, el 15 de septiembre en el Lope de Vega, 'Quejío', la obra con la que Salvador Távora y La Cuadra abrieron nuevos caminos expresivos allá por 1972
Hace ya un par de décadas afirmaba Alfonso Sastre que no existe un algo a lo que podamos llamar teatro español: el autor de La mordaza únicamente identificaba como expresiones fidedignas y representativas de una manera determinada de trabajar (en) la escena un teatro catalán y un teatro andaluz; el teatro español, en su opinión, había terminado convirtiéndose en un remedo acrítico de formatos importados a gusto del público mayoritario. Salvador Távora viene a darle la razón: en su opinión, fueron Els Joglars y La Cuadra los principales agentes de la renovación de la escena española desde comienzos de los 70, y al mismo tiempo ambas compañías vinieron a demostrar "que Andalucía y Cataluña eran otra cosa. Ayudamos a hacer una Transición desde el arte". Quejío significó un revulsivo para el teatro de su tiempo al atreverse a expulsar a patadas todo el academicismo todavía entonces imperante y, a la vez, a reivindicar la raíz con intenciones tan antropológicas como conmovedoras. Ahora, 46 años después de su estreno, la Bienal de Flamenco -concretamente el 15 de septiembre en el Lope de Vega- recupera Quejío en un nuevo montaje que da cuenta tanto del alcance de aquella ruptura como de su vigencia. Ciertamente, Andalucía ya no volvió a ser la misma después de aquella noche de 1972. Por más que pese a algunos.
Quejío nació de un encuentro esencial para la historia del teatro: el que unió ya a finales de los 60 a un Salvador Távora (Sevilla, 1934) curtido en ruedos, tablaos y otros espacios en los que había emprendido su particular búsqueda de las esencias de la expresión artística; y al crítico José Monleón (Tabernes de Valldigna, Valencia, 1927 - Madrid, 2016), ya consagrado entonces como uno de los talentos mejor amueblados del teatro en España. El segundo supo canalizar las inquietudes del primero hacia un espectáculo que prescindía del diálogo como instrumento esencial y hundía su poética, dura e implacable, en el flamenco y los contrastes de luz como principales señas de identidad.
Távora alumbró Quejío en su barrio del Cerro del Águila y lo vistió de largo en el local La Cuadra, que terminaría dando su nombre a la compañía allí conformada en torno al espectáculo. La posterior representación de Quejío en el Pequeño Teatro del TEI de William Layton y Miguel Narros en Madrid, en febrero de 1972, justo cuando el régimen franquista se recrudecía y cualquier asomo de reivindicación territorial podía terminar con un mal trago, puso patas arriba el mundo del todavía clandestino teatro independiente español: Távora y La Cuadra demostraron que era posible hablar a las vanguardias de tú a tú desde una posición anclada en cierta expresión vernácula de la que precisamente cierta oposición al franquismo recelaba. Aquel mismo año, Quejío llegó al Festival de Nancy y luego al Auditorio de la Sorbona de París, donde conquistó a Peter Brook, convertido ya en el gurú extranjero de la escena gala. En 1973, la obra fue reconocida con el premio de la crítica en México. Se había abierto una puerta por la que muy pocos años después empezarían a colarse otras compañías como La Zaranda y El Mentidero: un teatro andaluz de alcance universal. Tras la representación en París, el crítico Pièrre Marcabru escribió así para France-Soir: "No hay nada hablado, todo es cantado, bailado, y nunca la violencia de la opresión, tal como la rebelión, han sido tan claras. La penumbra, tres llamas, sombras encadenadas, guitarra y voz humana: ya es bastante. Todo es posible". Nada como prescindir del lenguaje verbal para partir las fronteras.
La jugada de Salvador Távora y José Monleón resultó ser maestra: la adopción de las formas litúrgicas del flamenco, con su sobria puesta en escena, su precariedad de medios y su capacidad de significar de manera apabullante en los mínimos detalles, permitió facturar cuando nadie lo esperaba, a las mismas puertas de la postmodernidad, un nuevo ámbito formal para la tragedia (sólo Wajid Mouawad ha llegado a calibrar un hito semejante en este siglo XXI). Si la tragedia clásica es el grito, la tragedia de Távora es el ay: exactamente, el quejío, expresado de manera meridiana en el cante y en la posición rígida, severa, casi sacrificial, del cantaor. Pero más digno de atención parece hoy el modo en que este rescate gozó de la aceptación del público en aquel 1972, tanto en Andalucía como fuera de ella. De paso, también el flamenco, reducido por el mismo régimen franquista a mero pasatiempo sin mayores intenciones, encontró también a través de la escena una manera de dignificarse.
Tal y como explica otra artífice esencial de La Cuadra, Lilyane Drillon, "se dice que con Quejío hay un antes y un después del flamenco. Hasta entonces se vendía como escaparate, se olvidaba de una tierra azotada por el analfabetismo, por la miseria. Al flamenco se le colocaba una careta alegre". Y Quejío vino precisamente a arrebatársela. O, más bien, a cambiar aquella careta fraudulenta por la máscara antigua de la tragedia. Pero había en todo esto, tal y como apunta Drillon, y según ha explicado Távora en multitud de ocasiones, una intención política: el ay no era otra cosa que la conciencia de las cadenas. La Andalucía castigada, condenada al atraso y a vivir para siempre desdibujada, tenía su mejor representación en el Prometeo encadenado por haber pretendido conceder a los hombres lo que les era propio. Távora apunta, sin embargo, que Quejío es "la historia de todo el país", lo que puede entenderse en su aspecto formal, como agente renovador del teatro español, así como en su dimensión social: la España de 1972 seguía siendo una cuestión de vencedores y vencidos. Que lo siguiese siendo después de la Transición, y aún hasta el presente, justifica la actualidad plena de Quejío y, por lo tanto, su regreso a los escenarios.
El elenco de La Cuadra que presentó la obra en el Pequeño Teatro del TEI el 15 de febrero de 1972 estaba conformado por Joaquín Campos, Jaime Burgos, Angelines Jiménez, Conchi Suárez, José Domínguez, Leonardo Rodríguez, Miguel López, Juan Romero, José Suero y el propio Salvador Távora, responsable de la dirección, de la escenografía y de algunas letras para los cantes que escribió junto a Alfonso Jiménez Romero. En la nueva producción, únicamente figuran Juan Romero, que en 1972 bailaba y actualmente toca la flauta, y Jaime Burgos, que en las primeras funciones del Quejío original ejercía como sustituto del guitarrista (ahora ejerce de guitarrista principal). Si cualquier cambio de un reparto artístico siempre es un asunto delicado, en un proyecto comoQuejío las dificultades se multiplican, tal y como explica de nuevo Lilyane Drillon: "Los que trabajaban en aquel primer espectáculo eran hombres de aquella época, con su bagaje. Ninguno era burgués, era gente del pueblo que habría sufrido. Se trataba de ser, no de aparentar. Hoy, con esta vida cómoda que tenemos, no sabíamos si los artistas podrían aportar esa violencia contenida. Pero la respuesta es que sí".
Apunta Salvador Távora sobre su Quejío: "Yo conocía los ambientes en los que el cante y el baile de Andalucía se daban o se vendían. Me hacía mil veces la pregunta de por qué no reflejaban las realidades concretas de los andaluces que los hacíamos. Así surgió el espectáculo, sin palabras, sin tiempos ni actos calculados por condicionamientos, con los elementos necesarios para provocarnos la confesión, y cambiada la necesidad teatral de representar por el deseo consciente de mostrar". Paradojas del destino: la catalogación de Quejío como espectáculo flamenco contribuyó a que la censura hiciera la vista gorda y permitiera sus representaciones en España sin más, ya que el flamenco, al contrario que el teatro, no se consideraba problemático ni subversivo. José Monleón, con su habitual punta fina, narraba en su momento cómo los censores salían de las funciones complacidos y sin nada que objetar, esencialmente porque no se habían enterado de nada. Pero Quejío, subtitulado Estudio dramático sobre cante y baile de Andalucía, logró su propósito al fijar la imagen concreta de una región sometida y al reclamar sin tapujos el fin de las cadenas. Távora siguió haciéndolo después con otros espectáculos como Andalucía Amarga, Nanas de espinas y Alhucema. Desde entonces, Prometeo es consciente de su herida y utiliza el teatro como lenguaje común para recordarlo. Por si acaso.
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