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'Salones parisinos y El caso Lemoine'. Marcel Proust. Traducción, notas y prólogo de Mauro Armiño. Athenaica. Sevilla, 2023. 254 páginas. 20 euros.
Un comentarista de Proust afirmaba en 1954 que la obra inédita del autor de A la busca del tiempo perdido no existía. Era Bernard de Fallois, que acababa de editar en Gallimard precisamente dos obras hasta entonces inéditas de Marcel Proust: Jean Santeuil y Contre Sainte-Beuve. Pero Proust estaba completamente editado; esos libros desconocidos, para quien los había encontrado, no eran más que una preparación, el primer tiempo de un conocimiento que tenía que producirse más tarde, en la gran obra. En sus años preparatorios, el escritor fue elaborando y concentrando, en artículos, breves ensayos, pastiches y otros textos, los motivos y personajes del libro por venir.
Proust sabía que, por muchos libros que se escriban, realmente solo se escribe uno, y consagró a él toda su vida. A la busca del tiempo perdido es, además de muchas otras cosas, la historia del encuentro del escritor, joven deseoso de escribir, pero que no rompe a hacerlo, con su propia novela. Es el descubrimiento de la práctica de la escritura, la "vida nueva" que fascinaba a un Roland Barthes al borde de la conversión. Todo lo que precede a la Busca –todas las estaciones del camino– tiene por tanto para el lector de hoy un interés especial.
Salones parisinos y El caso Lemoine, editado por Athenaica y traducido y comentado por Mauro Armiño, forma parte de esas obras preparatorias. Se trata de dos conjuntos de textos, aparecidos entre 1903 y 1919, aún en vida de Proust, en Le Figaro o en libro. Como toda su obra "anterior" –aunque no siempre lo sea cronológicamente–, tienen ese encanto que nos hace leerlos como una especie de premonición o ensayo. El primero, los Salones, agrupa una serie de reseñas de actos sociales, de veladas frecuentadas por los grandes nombres de una superviviente aristocracia, en que Proust trataba de satisfacer su deseo mundano. El segundo, El caso Lemoine, es un apasionante ejercicio literario en que el autor adopta el estilo de otros escritores –admirados o no, desde Flaubert hasta Sainte-Beuve– para narrar, bajo la forma propia de cada uno, los episodios de un curioso asunto judicial que había atraído la atención de todo el mundo: la estafa de un aventurero llamado Lemoine, que afirmaba poder fabricar diamantes, a una de las más importantes compañías dedicadas a la talla y comercio de la piedra preciosa.
En los prodigiosos salones de Proust conviven la vieja aristocracia y la imperial, aquella que, sin Bonaparte, estaría hoy vendiendo naranjas en las calles de Ajaccio, en palabras de la princesa Matilde, sobrina del emperador, y personaje que habita tanto las crónicas de Le Figaro como las páginas de A la busca del tiempo perdido. Aquí encontraremos también a los seres que inspirarían el carácter de madame de Guermantes, del barón de Charlus o de Saint-Loup, moviéndose entre rasos, frases ingeniosas y melodías de Raynaldo Hahn, el querido amigo. Muchos de ellos aparecerán, mezclados con los grandes nombres de la corte del Rey Sol, en la última parte de El caso Lemoine, en que Proust imita a su admirado conde de Saint-Simon, el gran memorialista de aquellos tiempos.
En noviembre del año pasado se conmemoró el centenario de la muerte de Proust. Pocas veces este tipo de celebraciones producen algo más que reediciones. Pero en este caso está ocurriendo algo distinto. Frente a la simple reimpresión, Athenaica, y con ella otras editoriales como El Paseo, están ayudando a difundir una nueva imagen del novelista, que en español ha sufrido muchos avatares, desde su accidentado debut de la mano de Pedro Salinas. Con todo lo que tenemos ahora, con las rediciones de la novela, con estos Salones, y con otras propuestas como el Marcel Proust de Roland Barthes, quizás empezamos a hacernos una idea cabal de la gran creación del escritor: el Narrador, el protagonista de A la busca del tiempo perdido, que lleva retando, en la frontera de la realidad, a toda la crítica literaria y fascinando al lector desde 1913, cuando apareció la primera parte.
La nueva imagen de Marcel Proust en español debe mucho a Mauro Armiño, que ha hecho en estos Salones un trabajo de precisión exquisito. Puede resultar absurdo hablar de "nueva imagen" ante un traductor que ya dio hace más de veinte años su versión de la Busca, en cuya puesta al día, en la editorial El Paseo, se encuentra inmerso ahora. Pero no lo es en la medida en que ahora, en ediciones como esta, sabiamente anotada y comentada, ofrece el trabajo de años de estudio, atento al crecimiento que últimamente ha vivido la crítica proustiana. Armiño no anota ni comenta con la frialdad del académico, sino todo lo contrario, con un calor y una entrega que la sensibilidad del lector acoge casi con emoción porque percibe la empatía de una larga relación entre autor y traductor.
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