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Poeta hacia las sombras

Wordsworth plasma en 'La abadía de Tintern' una naturaleza inhóspita para el hombre.

Manuel Gregorio González

08 de agosto 2012 - 09:11

La abadía de Tintern. William Wordsworth. Trad. Gonzalo Torné. Ed. bilingüe. Lumen. Barcelona, 2012. 131 págs. 16,90 euros.

El consejero Goethe había advertido ya la separación entre la realidad y su apariencia: la fragmentación de luz, los elementos químicos, la extraña suspensión eléctrica en la que duerme el cosmos, no podían colegirse de una simple mirada sobre el mundo. Todo, la brisa y el arroyo, el fuego y la tormenta, se aparece pues como irreal, como escindido y ajeno, al nuevo hombre de finales del XVIII. Ese hombre podría ser Goethe, Jean Paul, Novalis o Schlegel. También pudo ser Kant cuando descubre, como luego haría Friedrich, la voz de lo "sublime terrorífico". Ese hombre es, en cualquier caso, el poeta William Wordsworth. Y no tanto aquél de las Baladas líricas, compuestas junto a Coleridge, sino éste de La abadía de Tintern, de El castillo de Peele, que ha adivinado, junto a las viejas ruinas, el secreto de una soledad más vasta: aquella en la que el hombre mora, añadiendo palabras al cerrado mutismo de las cosas.

En esta breve antología, traducida meritoriamente por Gonzalo Torné (el inglés, el sonoro inglés de Wordsworth, es de una grave concisión y una plasticidad difícilmente traducibles; aun así, recordemos las palabras de Luis Astrana Marín, conspicuo traductor de Shakespeare: "Doy en la lengua más hermosa del mundo la obra entera del autor dramático más grande de todo el universo"); decía que en esta selección, anotada y prologada por Torné, lo que se evidencia es el sutil extrañamiento advertido por Goethe, que habrá de penetrar el pensamiento y el arte posteriores a su siglo. Hoffmannstahl, a primeros del XX, aún cree que la Naturaleza habla en un idioma que desconocemos; y las vanguardias de entreguerra no son sino el intento de expresar la oculta arboladura, rumorosa y esquiva, de un mundo incomprensible; "this unintelligible world", cantado ya por Wordsworth. No se trata, pues, únicamente, de acudir al imaginario medieval, a su inhóspita grandeza, como en Walter Scott o en El castillo de Otranto de Horace Walpole, para dar una idea de libertad y abierta comunión con el paisaje. En mayor modo, La abadía de Tintern es un intento de acudir al pasado para acercarse, cautelosamente, al misterio; vale decir, a la sombra tutelar y equívoca de lo sagrado.

Es la metrópoli, sin embargo, quien origina esta nueva inquietud. En sus calles, el hombre del Romanticismo se ha descubierto a solas con su conciencia. No obstante, cuando el poeta, cuando Wordsworth vuelva la mirada hacia los antiguos bosques, buscando una hermandad olvidada, no hallará sino un impenetrable silencio. Es entonces cuando se abre camino una sospecha: quizá, aquella vieja hermandad nunca existió; y es el hombre, sus sueños, su necesidad de dioses, quien puso en la arboleda un soplo de temblor humano. Más tarde, vendrá la antropología de Frazer para hablarnos del roble sagrado, de los reyes errantes y la numerosa progenie cereal de La rama dorada. Pero antes ha ocurrido este abandono del poeta, huérfano sobre el páramo, despojado de sus dones ilusorios, frente a una tierra que lo ignora. De ahí se derivará una nueva esperanza: la de vivir, no abrazado a la Naturaleza hostil y, en cualquier, caso indiferente, sino a la debilidad humana. "Not without hope we suffer and we mourne", escribe Wordsworth. "No sin esperanza -traduce Torné el último verso de El castillo de Peele- sufrimos y nos afligimos".

Es fácil comprender la importancia de esta separación. Todo el arte, todo el pensamiento del XIX en adelante girará sobre ella. La fenomenología de Husserl, el existencialismo de Heidegger y Ortega, son quizá las formas más depuradas de aquel primer desencuentro. Un desencuentro, por otra parte, que propició el hallazgo de la conciencia individual, escindida entre el yo interior, aflictivo hijo de la urbe, y la llamada pánica del horizonte. Mucho tiempo después, Lorca escribiría: "Asesinado por el cielo./ Entre las formas que van hacia la sierpe/ y las formas que buscan el cristal,/ dejaré crecer mis cabellos". Apenas comenzado el XIX, en 1807, William Wordsworth abre así su Resolución e independencia: "There was a roaring in the wind all night" (Toda la noche se oyó un rugido en el viento). Pero ese rugir no eran el estrépito y la música del mundo, diciéndole al poeta su misterio. Era el sonido de lo extraño, de lo inhumano y colosal, que asediaba la soledad de un hombre.

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