Alba Molina | crítica
No lo es ni pretende serlo
Arte
Sevilla/A esta nueva exposición en el Centro Andaluz de Arte Contemporáneo (CAAC), advierte el comisario de la misma, conviene llegar con al menos un par de horas despejadas de compromisos para poder recorrerla con calma, sin mirar el reloj, demorándose en la contemplación de una pintura de gran fuerza y exuberante que imanta la mirada y contiene, además, multitud de guiños, alegorías, elementos simbólicos que se van desplegando poco a poco ante el espectador. Cuarenta obras, varias de ellas en espectacular gran formato, componen Experimentos con el paisaje, la muestra que hasta el 3 de octubre recoge óleos, acuarelas y dibujos realizados entre 2010 y el primer semestre de este mismo año por Abraham Lacalle, almeriense afincado desde hace años en Madrid y formado en la Facultad de Bellas Artes de Sevilla y alrededor de la galería La Máquina Española y la revista Figura, y uno de los más destacados e internacionales artistas de la fértil generación pictórica de los años 80.
Como ya indica su título, la exposición, más o menos de media de carrera, se detiene particularmente en el paisaje, ya presente en su obra anterior a 2010 –fecha de la que datan los trabajos más tempranos recogidos en ella– pero no con tanta vocación de "campo de batalla creativo", apunta el comisario de la muestra, Iván de la Torre Amerighi. La disposición de las obras sigue una línea cronológica y ofrece una exhaustiva mirada a las "distintas intencionalidades" con las que el artista se ha acercado en tantas ocasiones al paisaje, que puede ser tanto un género como una "construcción mental". En el caso de Lacalle, de manera muy clara es mucho más lo segundo, toda vez que el pintor "cambia las bases sobre las que se asienta el género" entendido éste de una manera canónica o academicista. "Antes que ser un reflejo, una mímesis o una foto fija –dice el comisario–, sus obras aspiran a contar una historia".
El artista, que recorre la exposición junto a Amerighi, asiente pero no parece interesado en sobreexplicar y desactivar la sutil y colorida atmósfera enigmática que vibra en muchas de sus obras, en las que abundan además las referencias tanto a la propia Historia del Arte como a la literatura, el cine o la novela gráfica. "Yo espero que cada espectador descubra una cosa diferente. Una vez que la terminas, la pintura significa lo que el espectador vea o sienta al observarla", dirá Lacalle antes de dejar las explicaciones a Amerighi.
El recorrido comienza con las dos obras más antiguas, fechadas ambas en 2010, Origen y Mirón, que pertenecen seguramente a "la parte más conocida" de la producción del autor. En ellas, destaca el comisario, Lacalle abordó "un cambio de posición con respecto al paisaje", que le sirvió –en el caso de esas dos piezas– para jugar con las nociones de "lo ficticio y lo verídico". En la sala 2 el visitante se encontrará con Fantasmas y crack, una obra enorme, en la que con recursos cercanos al pop art y al cómic el artista emplaza al ser humano –presente a través de una serie de figurillas fantasmagóricas en un bosque que arde –ya gris y calcinado en una de sus esquinas– en lo que parece la representación de una "ceremonia de autodestrucción". De repente, la vista repara en una figura, una especie de Caperucita esquemática, símbolo de la "pérdida de la inocencia", que sostiene una botella. "Y ésta puede tener agua... o puede ser gasolina", apunta Amerighi.
No será la primera vez que ante un cuadro de Lacalle irrumpa ese cierto halo de misterio: sabemos que algo ha pasado o que algo está pasando o que algo va a pasar, pero la historia sugerida la deberá completar en cualquier caso cada visitante. La conciencia ambiental, las dificultosas relaciones que desde el principio de los tiempos el ser humano mantiene con la naturaleza en su intento de exprimirla, dominarla o sencillamente destruirla están muy presentes en estos trabajos, que sortean no obstante en todo momento el temido –por ingenuo o autosatisfecho– mensaje de denuncia en mayúsculas, subrayado y gritado en letras de neón. Algo parecido ocurre en otra obra en la misma sala, El fantasma anda suelto, en el que el espectador comienzo viendo una cosa y acaba reparando en otra: la hoz y el martillo que nítida y a la vez calladamente condiciona la composición del lienzo, signos de las ideologías que no parecen ya más que fantasmagorías anacrónicas vagando en un entorno indiferente.
No menos espectacular es Atocha, una obra de grandes dimensiones y curiosa estructura que recuerda a la de los retablos religiosos, y en cuyo paisaje selvático resuena una auténtica polifonía de guiños: desde el cine (se antoja improbable en grado sumo no pensar en la catarata de películas sobre la guerra de Vietnam) hasta la propia tradición pictórica (la explosión casi idéntica a las de Lichtenstein o, como sugiere el comisario, el gato-pantera que remite tanto a Manet como al Aduanero Rousseau) pasando por los dos elementos en los que se concentra el discurso del autor: el cañón reventado como metáfora de la "inutilidad de todo conflicto" y el soldado entre la abigarrada maleza que parece susurrarnos, sin abrir la boca más que para comerse un plátano sin inmutarse, que hasta el desastre se puede vivir "como pura cotidianidad" porque –tristemente comprobado está– nos acostumbramos, también, por descontado, a lo terrible.
En la zona central del claustrón del antiguo Monasterio de la Cartuja el recorrido continúa con varias obras –como Abrasado y Tronco quemado– en las que aparecen unos troncos sometidos consecutivamente a la tala y el fuego: de nuevo ese desprecio a la naturaleza tan inequívocamente humano. Pero en Parrilla veremos cómo, pese a todo, la naturaleza resurge tras el enésimo desastre, en este caso después de un incendio, con una oblicua pero alusión –esa parrilla ennegrecida que descansa sobre un tronco– a la iconografía religiosa como es el martirio de San Lorenzo.
No faltan en este paseo las referencias a la infancia de Lacalle en su tierra natal. Como si quisiera reflexionar sobre "la voluntad humana de transformar su entorno en algo meramente decorativo", explica el comisario, en varios cuadros pinta el artista una serie de construcciones en el paisaje, meras fachadas sustentadas por puntales, como es habitual en los desérticos pueblos del Salvaje Oeste cinematográfico de la provincia de Almería. En la siguiente sala cambia de nuevo la vista: aparece lo que Amerighi llama "el anticamino", esos recodos impracticables que surgen en algunas incursiones en la naturaleza, como Veta negra, donde el espectador-caminante se topará con un camino "sin límite ni horizonte"; o con los alcornoques de La piel, en los que el comisario ve un inequívoco guiño al Van Gogh postrero de Los olivos, y que en pleno proceso de descorche aparecen con la dignidad y la presencia de unos "elementos monumentales".
El cazo, una serie realizada el año pasado, en plena pandemia y en sintomático blanco y negro y de nuevo envuelta en un halo de misterio, precede a las tres últimas obras de la exposición, que funcionan como "resumen de intereses y horizontes" del Lacalle de 2021. Roble y piedra es un desafío en toda regla a las convenciones –un árbol pintado en una antinatural postura horizontal– que contiene, de paso, un guiño a los 7000 robles de Joseph Beuys, el gesto conceptual que presentó en la Documenta de Kassel de 1982. En Oceánico, un gigantesco petrolero recuerda que existe, aunque duela, cierta extraña belleza en el desastre, y que "aquello que es imprescindible para la civilización tal y como la conocemos es una bomba de relojería". Y en Funambulista el artista se basa inequívocamente en la Mujer bañándose de Rembrandt, pero abre el foco y muestra a la bañista –que aquí no es joven ni inocente ni cauta, sino vieja, de mirada agria y aspecto enfermizo– en un entorno de auténtica pesadilla post-apocalíptica. Queda claro, en fin, que en estos sensacionales y subversivos paisajes de Lacalle hay pistas y desvíos de sobra para adentrarse en caminos diferentes sin cansarse de la ruta. No hay más que echar a andar con la mirada bien dispuesta.
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