Pintura y pensamiento
La galería Rafael Ortiz acoge hasta el próximo día 23 una exposición de Rubén Guerrero, un artista de técnica envidiable, superada sólo por su cuidado discurso
Salvo para aquéllos que sólo ven en ella figuras agradables o afortunadas, la pintura es un arte problemático. El Renacimiento la pensó, en paralelo a la cartografía, como arte y ciencia para construir la realidad. Por eso Alberti excluyó el oro y otros elementos decorativos, e insistió en la importancia de la geometría; Leonardo llegó más lejos: aspiraba a que el cuadro fuera réplica de la naturaleza, no porque la copiara, sino porque produjera en el espectador los mismos efectos (visuales y emocionales) que la naturaleza. Ya en el siglo XVII buena parte de los pintores (de Velázquez a Vermeer) reflexionan sobre las razones por las que la pintura puede crear un mundo de ficción: de ahí el empeño de ambos por representar el acto de pintar y el de ver pintura, y la propensión, también común, a fusionar espacios reales con los que logra abrir la ilusión de la pintura.
La calidad intelectual y problemática de la pintura no la inventaron, pues, los artistas modernos sino que viene de lejos: acompaña al cuadro desde su invención. Es cierto que el aspecto reflexivo se hace más explícito desde fines del siglo XIX, como sugiere el conocido apunte del pintor francés, Denis, para quien la pintura consistía en una superficie cubierta de colores y no en las imágenes y figuras, sensuales o heroicas, que cultivaban los pintores académicos. Cincuenta años más tarde, un crítico americano, Clement Greenberg, insistió en que la pintura debía amortizar los préstamos pedidos al teatro, esto es, abandonar la ilusión de profundidad y trabajar exclusivamente la superficie: era el tipo de arte sancionado por el cubismo y llevado a su culminación por la escuela de Nueva York (Jackson Pollock o José Guerrero) en América y en Europa, por Antoni Tàpies. Desde entonces ha llovido mucho y se ha pintado y pensado más. Una cuestión decisiva era plantear, como hizo Rauschenberg (que deslumbró a la Bienal de Venecia hace ¡46 años!), qué cosas se podían pintar en superficie. Esa pregunta es todavía fértil y a ella responde con excepcional rigor un sevillano, Rubén Guerrero, nacido en 1976. Si su pintura parece difícil es porque aún hay muchos que no comprenden lo dicho por Denis y tampoco, me temo, la carga reflexiva de un cuadro como Las Hilanderas, tan cercano a las ideas del conceptismo barroco español.
Guerrero en efecto se atiene a la superficie. Lo hace aun materialmente: al unir óleo y esmalte la pintura muestra su condición de materia y el cuadro se extiende ante la mirada negando toda ilusión de profundidad. Pese a ello, son muchas las formas en que tal pintura puede crear espacios. Así se advierte al examinar los siete trabajos expuestos en la entreplanta de la galería: los seis situados en el recinto de la derecha muestran con claridad cómo hacen espacio una trama, los trazos de un dibujo, la pincelada o incluso un recurso propio del cómic, letras crecientes sobre un campo negro levemente rayado. El solitario trabajo colgado a la izquierda es más sutil (y más irónico): unos rectángulos trabados a la manera de un muro parecen cerrar la superficie pero detrás hay algo trazado, blanco sobre blanco, que recuerda a una tela de araña. ¿Es una contraposición de estructuras meramente formal o una metáfora del quehacer del pintor? En cualquier caso, puede tomarse como una advertencia que sugiere la complejidad en la que se apoyan las pinturas del autor.
Con este bagaje, las obras de la planta baja pueden resultar más claras. Of the Sea es un cuadro pequeño que parece fundir paisaje y cartel publicitario arrancado. No prolongue a los llamados décollagistes, los pintores de los 50 interesados en las amalgamas de fragmentos de carteles arrancados. El cuadro apunta más bien a la fusión de espacios típica de nuestra época: visiones de la naturaleza propias del veraneante medio, reclamos publicitarios, iconos que bullen en la cultura de masas. Esa mezcla, heteróclita como nuestra imaginación, es la que subtiende, a mi juicio, los trabajos de Guerrero. Teniendo eso en cuenta, apreciaremos mejor una serie como The path of the Rocky Mountain. Uno de los cuadros, situado frente a la entrada de la galería, parece mostrar a la derecha la pintura del paisaje y a la izquierda su representación esquemática, la propuesta se prolonga en la sala de la derecha con las dos piezas restantes: en una los valores de lleno y vacío se intercambian, y la otra muestra que una trama de pequeños signos puede también representar el paisaje.
Puede que estas indicaciones ayuden a apreciar mejor el cuadro situado al fondo de la sala de la derecha, B Colt-magnets. bulbs and the batteries, que mezcla fragmentos de estas palabras con la superposición de brillantes planos de color, rasgados por ciertos trazos o cubiertos por fragmentos de pintura. La obra sintetiza así la experiencia de hoy a través de un medio, la pintura, cuyas posibilidades, aun tradicionales, Guerrero emplea con saber y soltura.
Cuadros como éstos exigen la mirada que Jasper Johns llamaba del espía oponiéndola a la del vigilante: éste mira para ordenar y poseer, y afirmar así que todo está en orden. El espactador-vigilante sólo comprueba que la obra se atiene a lo que llamamos arte. El espía, dada su inseguridad, se esfuerza en interpretar: recoge pequeños detalles e intenta saber qué le están diciendo. El espectador-espía disfrutará los cuadros de Rubén Guerrero, un autor riguroso, con técnica envidiable, superada sólo por su cuidado discurso. Un autor, conviene decirlo, en cuya madurez ha influido la labor desarrollada por Iniciarte, algo que deberían tener en cuenta los nuevos responsables de la Consejería de Cultura para evitar decisiones que después quepa lamentar.
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