ROSS. Gran Sinfónico 4 | Crítica
La ROSS arde y vibra con Prokófiev
Exposición en Sevilla
Sevilla/Que Pablo Picasso conoció y amó profunda y exhaustivamente la pintura clásica, y por ello mismo se permitió la osadía de hacer añicos esa tradición en busca de nuevas formas de expresión, es cosa más que sabida. Pero no siempre se tiene la oportunidad de comprobarlo de la manera más elocuente posible: comparando, un lienzo al lado de otro, la pieza antigua y la que, tomando de ésta alguna inspiración, ya sea el tema, la composición o algún elemento definitorio del género pictórico, ensanchó los límites de su arte.
Y esto es justamente lo que ofrece Cara a cara. Picasso y los maestros antiguos, una exposición que podrá verse en el Museo de Bellas Artes de Sevilla hasta el próximo 6 de febrero, fruto de la colaboración con el Museo Picasso de Málaga –donde las mismas obras podrán disfrutarse a partir del 9 de febrero de 2022– en la primera coproducción de ambas instituciones. Para poner de relieve la importancia de esta alianza "pionera" que "abre horizontes", el presidente de la Junta, Juan Manuel Moreno Bonilla, ha asistido este jueves en la pinacoteca sevillana, "uno de los lugares de Andalucía con mayor concentración de belleza por metro cuadrado", a la inauguración de la muestra, en la que ha deseado que este tipo de iniciativas "que suman" continúen en el futuro.
La exposición, comisariada por Michael Fitzgerald y realizada en colaboración con la Fundación Almine y Bernard Ruiz-Picasso, reúne 16 obras, siete de ellas pertenecientes a la colección del Bellas Artes y el resto propiedad del Picasso de Málaga. Poniéndolas a dialogar, se trata de hacer patente, con toda la fuerza visual e iconográfica de las propias pinturas, hasta qué punto el arte del malagueño "tuvo raíces profundas en los maestros del Siglo de Oro español", recuerda Valme Muñoz, directora del Museo de Bellas Artes. "Esta exposición –añadió Muñoz– ofrece al visitante una oportunidad excepcional de calibrar por sí mismo la relación de Picasso con los maestros del pasado". Una relación fundamental, de hecho, para el creador, que en su última etapa, cuando hacía literalmente "lo que le daba la gana" –como apunta el conservador del museo sevillano, Ignacio Cano–, juzgaba sus propias obras por el baremo de los maestros españoles a los que veneraba.
En los siete diálogos con la obra picassiana –casi en todos los casos bajo la forma del retrato o el bodegón– que propone la exposición, las contrapartes son del Greco, Francisco Pacheco, Giovanni Battista Caracciolo, Cornelius Norbertus Gijsbrechts, Francisco de Zurbarán, Bernardo Lorente Germán y Diego Bejarano. Comienza el recorrido con un cara a cara con El Greco. No en vano éste fue el maestro que más importancia tuvo para el malagueño, quien ya hacia 1890 hizo una serie de dibujos basados en las alargadas figuras tan características del cretense, en uno de los cuales –por si era necesario despejar alguna duda– el joven Picasso, casi niño aún, anotó: "Yo, El Greco".
Para el año 1970, un Picasso que era ya el titán icónico y reverenciado del siglo XX, demostró que seguía fascinado por El Greco al pintar una versión del retrato que en los albores del siglo XVII el cretense hizo de su hijo Jorge Manuel Theotocópuli. En la exposición, junto a ese retrato, puede verse Busto de hombre (1970), donde Picasso, que siempre admiró de este primer maestro antiguo la libertad que ejerció frente a la tradición de su época, transforma la figura que representó El Greco. Particularmente, a juicio del comisario, es la manera en que Picasso, en este Busto, "exagera lo que tiene de artificio la pintura" para construir una efigie que ya no aspira a la mera imitación de la realidad, sino de hecho a liberarla de los corsés dentro de los cuales aquélla se venía representando tradicionalmente.
En el segundo diálogo, el malagueño se mide con Francisco Pacheco, suegro y maestro de Velázquez. De Pacheco hay una obra, Retrato de dama y caballero orantes (hacia 1623), ejemplo de la espléndida escuela naturalista española, y dos obras de Picasso, una a cada lado de este pacheco de áspero realismo, y separadas ambas por 50 años. La primera, Olga Khokhlova con mantilla (1917), muestra la cara más clásica del malagueño, que reprodujo además los códigos indumentarios con los que la pintura clásica establecía la posición social de la persona representada; la segunda, Cabeza de hombre (1971), revela de manera contundente e impactante, en un solo golpe de vista prácticamente, la tremenda evolución que experimentó Picasso en ese medio siglo. En esta Cabeza, un retrato ya casi imaginario con numerosos rasgos de abstracción, Picasso introdujo además una serie de marcas realizadas con la punta del mango del pincel, es decir, un vistoso y enérgico efecto visual que se produce precisamente por la ausencia de pintura; recurso que por cierto, como apunta Cano, no es raro observar en muchas obras de Murillo.
El napolitano Giovanni Battista Caracciolo fue uno de los más destacados seguidores de Caravaggio, con sus imágenes a menudo espeluznantes envueltas en una iluminación dramática. De él se muestra Salomé con la cabeza del Bautista (1630), una obra que en el marco de esta exposición se asume, de facto, como una naturaleza muerta. A un lado de esta pieza, una Composición picassiana de su etapa más surrealista (data del año 1933) que reproduce un cráneo, asumiendo el tema de la muerte pero con cierta jocosidad, pues la calavera, con ojos que parecen canicas, nariz de porra y dientes romos, invita más a la risa (o a imaginarla tatuada en algún hombro joven de hoy) que al miedo o al sobrecogimiento. Al otro lado, Naturaleza muerta con gallo y cuchillo (1947), que recuerda al visitante –como señala el comisario– que Picasso se valió a menudo de los temas violentos del arte religioso de siempre para plasmar acontecimientos trágicos de su tiempo, como la Segunda Guerra Mundial.
Muchas veces, partiendo de la solemnidad intrínseca de algunas tradiciones, Picasso trastocó los códigos para conferirle significados distintos, como ocurre en Restaurante (1914), que se compara en este cuarto diálogo a una Vanitas (hacia 1660) de Cornelius Norbertus Gijsbrechts, uno de los grandes bodegonistas de la escuela flamenca del Barroco, autor de imágenes de objetos pasmosamente realistas –flores marchitas y calaveras, entre otros– con los que aleccionaba a su audiencia sobre la fugacidad de la vida y los engaños de las gratificaciones materiales. Picasso, sin embargo, en vez de entregarse al mensaje moralizante, en este Restaurante de estilo "alegre y juguetón" coloca directamente en primer plano las satisfacciones de un festín, con un pollo asado y un vino y unos rótulos de restaurante que casi parecen un cartel publicitario.
Con el "detallismo exquisito de un códice medieval", como señala Michael Fitzgerald, Zurbarán retrató en El Niño de la espina (1645) a un joven y angélico Jesús en un momento premonitorio de su propia muerte en sacrificio por la humanidad. Esa "severidad trascendente", como la califica Ignacio Cano, así como el notable dominio de la línea y el color, las trasladó Picasso a un tema mucho más mundano y sensual en Hombre desnudo contemplando a su compañera (1922), una hermosísima pieza inacabada, "como si fuera un fragmento de una pintura mural de Pompeya", que remite, al igual que la de Zurbarán, aunque con sentidos muy distintos, a un tema tan clásico como es la contemplación de la belleza.
En este otro diálogo, el sexto y sin duda uno de los más llamativos por su extraordinaria potencia visual, se enfrentan el Retrato del infante Don Felipe (1729-1735) de Bernardo Lorente Germán, y Busto de hombre (1970) de Picasso. Se trata, en este caso, de mostrar cómo el artista andaluz desmontó con frecuencia "las fórmulas del gran estilo" para recomponerlas con "un dramatismo innovador", señala el comisario. La figura que retrata Picasso, con el rostro oscurecido y unos trazos en torno al ojo derecho que imantan la mirada, luce una indumentaria propia de personaje de opereta. Como señala Cano, observando los dos cuadros, fácilmente llega uno a la conclusión de que, pese a la gravedad y a la afectada suntuosidad del niño de Lorente Germán, también éste no hace otra cosa, en el fondo, que ponerse muy serio mientras lo pintan disfrazado
Recuerda Michael Fitzgerald que siempre cautivó a Picasso la habilidad de los artistas españoles para "engañar al espectador haciéndole creer en la realidad de la imagen pintada". Hablamos, claro, del trampantojo. Y Trampantojo, sin más, se titula el virtuoso cuadro de Diego Bejarano de mediados del XVIII que se dispone en el Bellas Artes junto a Pescad (1944), un "juego de ilusión" para el que el malagueño empleó, en vez de pintura al óleo, cosas reales, como recortes de papel que flotan sobre otros recortes de papel, los cuales dibujan la forma de un pescado.
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