Piano con forma de mujer
Javier Limón produce el deslumbrante primer disco de la joven pianista flamenca Ariadna Castellanos.
Flamenco en Black & White.Ariadna Castellanos. Universal Music Spain.
Lo mejor de esta obra son las piezas que abren y cierran el disco, ambas encajadas en dos toques de campanas del Albaicín. En ellas el piano vuela libre y en solitario. Sones flamencos y moros abren con solemnidad este disco y la pieza con la que se presenta esta nueva pianista jonda que, en su mayor parte, es una taranta impresionista e impresionante. El piano deja de zarandear, de agobiar, para serenarse y mirarse en el espejo de la cadencia andaluza de Debussy y Albéniz. Otros referentes que han existido y existen, desde hace 130 años, y que habían quedado desbancados en los últimos tiempos por el piano jazz más frenético. Solemnidad, contundencia y extatismo. El piano flamenco, bien asentado en el mundo de lo jondo, busca otras regiones. No todo es jazz fusión. ¿Acaso no fue Albéniz el primer pianista flamenco antes de que se inventara el toque flamenco? La pieza tiene su dosis de disonancias, que es una de las señas de identidad de la taranta y también del toque flamenco en general: lo que odia el tocaor de flamenco es la pulcritud y el lugar común. Esta taranta es una taranta y no una excusa armónica para llevar a cabo una serie de variaciones con un ritmo resultón. El toque se completa con una zambra cantada por Sandra Carrasco para una letra de Dulce Chacón. Castellanos es una intérprete morosa y tan segura de sí misma que no trata de ajustarse a ninguna etiqueta y ¿no es eso lo que define al arte, la facultad de asombro, de arrojar nueva luz sobre las cosas cotidianas, sea una taranta o una seguiriya? En esta última sigue retrasando el compás y jugando con la paciencia del público más convencional. La gracia de Castellanos es lo grueso de su toque, pesado, de tierra. La revolución de Castellanos, si la hubiere, es jugar a la contra: si la tendencia actual de toda la música flamenca, incluyendo el cante, es coreográfica, Castellanos se para y separa el ritmo, se detiene en el borde del compás, hasta hacerse arisca, bronca. No tiene miramientos con el público ni con el instrumento, por fortuna. Para mí que es la mejor producción de Limón desde su gozoso El Sorbo. Y soy consciente de que esto es decir mucho. Francamente, podría prescindir del violín de Abdul Sharif en los dos toques que llevo reseñados hasta aquí, taranta y seguiriya.
El resto del disco son piezas rítmicas, escasamente orquestadas, lo que es un enorme acierto: dos bulerías, tangos, alegrías y tanguillos. Flamenco en Black & White tiene un aire íntimo, de salón, impresionista y sutil, que es muy de agradecer en épocas donde lo que se persigue es la brillantez a toda costa, aunque detrás de la aparente luz sólo haya una oquedad. No es el caso de esta obra. Castellanos no sólo es diferente sino que tiene cosas que decir. Por eso creo que el destino de su piano es la soledad: me sobran los estribillos y los trabalenguas de Saúl Quirós; incluso los de Pepe de Lucía. Me sobra la percusión caribeña. Me sobra la canción que de hecho es la segunda entrega buleaera. Esto no es world music, sino música de verdad. Esta pianista es otra cosa, juega en otra división: la de los sones negros que van de Iberia a Monk, por mantenernos, estrictamente, en el universo del piano.
Y, como se confirma, según las últimas noticias, que Paco de Lucía es uno de los grandes compositores españoles de todos los tiempos, aquí tenemos a La Barrosa, las alegrías de su disco Siroco (1987), para demostrarlo. De nuevo el piano a solas, íntimo y mate, demorado, acariciante y bronco. Ole, Ariadna. Y, de nuevo, casi me sobra la percusión, aunque se trate de un maestro tan reputado como El Piraña. Castellanos es una joya en bruto, un diamante sin pulir y cuyo brillo estriba precisamente en esa belleza salvaje, algo atropellada. No nos encontramos, por fortuna, con un piano grácil, amable, estilizado, sino en sombras noctívago, como conviene a lo jondo. Flamenco en Black & White es un día nublado: no es una entrega fácil, y eso me gusta.
Esta obra inaugural, de una intérprete jovencísima, está lejos de ser un disco redondo. Pero no siento pasión por lo perfecto. En Castellanos veo madera y ganas de contar, porque hay cosas que contar. Es una intérprete en estado salvaje y eso es lo mejor de ella. Toda sobreproducción tenderá a ensombrecerla, dicho esto con todo el respeto al enorme trabajo de ese gigante de la producción musical de nuestro país llamado Javier Limón. O, por mejor decir, a domesticarla. En un panorama musical esterilizado, donde la imagen lo es todo (y Castellanos, desde luego, tiene una imagen potente: no pasa desapercibida su espalda en la portada de esta obra), donde el artista a veces no es más que un espantapájaros, encontrarnos a intérpretes con esta potencialidad expresiva, con la posibilidad de herir de gozo y de infectar emoción, es una alegría. Por eso Limón ha sido, una vez más, enormemente inteligente al ofrecer el piano de Castellanos casi al desnudo. En fin, señores, que el futuro del piano flamenco se escribe en femenino. Así está la cosa. Además de Ariadna Castellanos tenemos a Miriam Méndez, Laura de los Ángeles, María Toledo, La Reina Gitana...
Esto del piano flamenco es una cosa muy interesante. Aunque a algunos les sorprenda este instrumento está en el flamenco desde los orígenes de este arte. En torno a 1895, cuando la guitarra se estaba definiendo como el instrumento exclusivo de lo jondo, tenemos la maravillosa grabación por guajiras del Canario Chico Dime que me quieres mucho, en la que el cantaor malagueño se hace acompañar, en exclusiva, del piano. En los años 40 y 50 surge la figura de Arturo Pavón, de la dinastía sevillana de los Pavón, yerno de Manolo Caracol al que acompañó en multitud de ocasiones, en vivo y en disco, no sólo por zambras, también en seguiriyas o fandangos. En la misma tradición flamenca, aunque con formación académica clásica, tenemos en los 60 y 70 la figura del tocaor de Osuna José Romero, cuyos discos están pidiendo a gritos una reedición. Algo parecido podemos decir de Felipe Campuzano, con una proyección más populista. En los noventa asistimos a la gran explosión del piano flamenco infectado de jazz: Chano Domínguez, Diego Amador, Dorantes, Pedro Ojesto... Cádiz, Sevilla, Lebrija, Madrid. A los que siguieron los Sergio Monroy de Cádiz, Pablo Rubén Maldonado de Granada, Alfonso Delgado de Sevilla y un largo etcétera. De todos ellos hablaré largo y tendido en una próxima ocasión.
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