Pequeñas grandes historias
Mi pequeña guerra | Crítica
Louis Paul Boon evoca la rutina durante los años de la Segunda Guerra Mundial en un conjunto de estampas en las que predomina la bajeza moral
La ficha
'Mi pequeña guerra'. Louis Paul Boon. Trad. Ronald Brouwer. De Conatus. Madrid, 2019. 148 páginas. 18 euros
En estas estampas sobre la Segunda Guerra Mundial, situadas en Bélgica y escritas por el autor y pintor flamenco Louis Paul Boon (1912-1979), no asistimos al fragor de los combates. Apenas si leeremos algo sobre el paisaje bélico en sí. Aquí es otro el escenario.
Toda guerra se desarrolla siempre en dos teatros. El primero sucede sobre la citada zona de combates, bajo la atroz luminaria y el rugido de los cañones. Pero el segundo teatro (a menudo más sangriento y mezquino), es el que acontece en la retaguardia, sobre los lugares ya tomados por los ejércitos. La guerra en el patio de atrás suele enseñarnos que la maldad humana no halla nunca su cota.
En estas páginas Boon evoca la rutina durante los años de guerra en un pueblo de Flandes cercano a Bruselas. Tras la derrota del ejército belga en el canal Alberto, fronterizo con Alemania, los vecinos acaban por asimilar, como el resto de Bélgica, la ocupación nazi. Boon llamó novela a Mi pequeña guerra, si bien se trata de una gavilla de crónicas, escritas entre 1944-1945, 1947 y culminadas, años más tarde, con unas piezas añadidas y fechadas en 1960.
El estupendo traductor Ronald Brouwer ha escogido la versión de 1947 por ser ésta la que mejor refleja el estilo descabalado, a veces malsonante, del que hace uso Boon en su libro. Un estilo directo y consecuente, puesto que el autor afirmó que él escribía para que la gente tomase conciencia a base de patadas. A Boon se le conocía en castellano por El camino de la capillita, publicada en los años 80. Poco más hemos sabido de él, pese a escribir una obra abundante en lengua neerlandesa. Pintor de brocha gorda por necesidad, acabaría ejerciendo la pintura artística sin abandonar la escritura.
De Mi pequeña guerra resaltamos el cuadro de fondo, el ambiente de un pueblo ocupado de Flandes, en el que aflora lo ya sugerido: egoísmo, mezquindad, colaboracionismo, usura. Pese a la guerra, la vida continúa. Hay que amoldarse a las circunstancias, sin pensar demasiado en lo que resulta moral o no. Boon describe lo que ve. No todo el mundo participa de las miserias humanas. Pero es la bajeza moral la que acaba resaltando en esta especie de álbum o de libro de viñetas vecinales.
El inicio del libro narra pasajes en los que el joven soldado Louis Paul Boon es hecho prisionero tras la rápida derrota de los belgas. Tras unos meses internado en un campo de prisioneros, en agosto de 1940 regresa a su pueblo. El resto de los capítulos narra el transcurso de los años de ocupación nazi hasta la liberación aliada, que tampoco será celebrada con alborozo. Ésta es la temperatura, sugerente pero desconcertante, de Mi pequeña guerra. No se execra con rotundidad al ocupante alemán y tampoco se adula al liberador británico.
Si, como hemos dicho al inicio, no asistimos aquí a encarnizados combates, tampoco afloran escenas de particular vileza en las zonas ocupadas. Y es este detalle precisamente el que da a Mi pequeña guerra su particular grado de desazón. La gente asume que hay sobrevivir más allá de quién haya sido el causante de sus penurias. Se sabe quién colabora con los nazis o quién no se muestra del todo renuente con ellos. Y es aquí, como indican las notas a pie de página, donde resulta ineludible la explicación histórica de ciertas conductas individuales y colectivas.
Se alude más de una vez al filonazismo de ciertos flamencos, reunidos en torno a la UNF y a su líder Stefan de Clerq. Sus conmilitones integraban la Brigada Negra (Zwart). Los flamencos radicales vieron en la ocupación nazi un momento propicio para levantarse contra la Bélgica francófona, tanto años displicente y dominadora respecto a Flandes. Pero, a la vez, en Valonia se hizo fuerte otra falange pronazi, liderada por el cuasi novelesco Léon Degrelle y su movimiento rexista (de Christus Rex). Flamencos y francófonos pronazis llegaron incluso a entenderse. De Clerq y Degrelle fueron católicos fervorosos, un asunto no menor en la simiente de ciertos nacionalismos ultramontanos de Europa.
Las crónicas finales incluyen, por un lado, un íntimo pasaje que el paso del tiempo refuta sin piedad. Un antiguo amor de Boon reaparece en su vida al cabo de los años. Pero, con estético desdén, volverá a desaparecer para siempre de su vista. Otra crónica, que pareciera escrita como coda al conjunto, describe con belleza la infinita tristeza que se abate sobre los tristísimos muelles de Ostende.
Mi pequeña guerra forma parte del elenco de novelas escritas por autores flamencos que también mostraron el oscuro arribismo de sus paisanos en la Bélgica de la Segunda Guerra Mundial. Recordemos en lengua neerlandesa La pena de Bélgica de Hugo Claus o, más recientemente, la obra Voluntad de Jeroen Olyslaegers.
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