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El periodista Pedro Vallín (Colunga, Asturias, 1971) creció en un constante deslumbramiento por culpa de la programación televisiva de los 80, las escapadas ocasionales a una sala de cine que le quedaba lejos y la oferta de una furgoneta que alquilaba de manera itinerante –porque su pueblo era demasiado pequeño para un videoclub– cintas de vídeo Beta. Aquel chaval que accedió así a prodigios como Blade Runner o 2001 y que siempre le pedía a su madre "una del espacio" pensaba, como tantos muchachos de su generación, no sólo por las películas sino también por los videojuegos que entonces se despachaban "en casete", que estaba asistiendo a la "Auténtica Edad Dorada del Audiovisual Mundial". Pero el chico fue cumpliendo años y comprendiendo que esa felicidad que le provocaban esas ficciones no debía ser compartida alegremente, que no estaba bien vista por "las teorías marxistas de la hegemonía cultural". Esas hipótesis, descubrió, "venían a decir que estábamos siendo infectados. Éramos emponzoñados mientras nos solazábamos (…) Nos sumergíamos en esas maravillas ignorantes de que nos inoculaban capitalismo salvaje y conservadurismo moral, y que asumíamos para siempre una identidad neoliberal de manufactura reaganiana".
Contra esta línea que cree que el demonio habita en las películas estadounidenses, y que defiende que un espectador culto y progresista ha de preferir la producción europea, carga ahora Vallín en ¡Me cago en Godard! (Arpa), un ensayo hedonista y rebelde que pretende, en palabras de David Remartínez, autor del prólogo, "convencernos de que el cine de Hollywood, ese que ha llenado las salas desde el nacimiento de tan fabuloso entretenimiento, el que ha fascinado a gentes de todas las edades, culturas y países durante un siglo, siempre ha perseguido y persigue un mundo mejor". Vallín expone su cansancio por la "condescendencia" y la tendencia a la conspiración de la crítica marxista y se indigna ante el hecho de que "las películas que vienen de Hollywood son saludadas como productos y producciones con la misma alegría con que las que concursan en los festivales de cine europeo y vienen del Viejo Mundo, o del aún más viejo Oriente, son obras o creaciones".
En sus páginas, en las que conviven la erudición y las referencias a los pensadores más diversos –Walter Benjamin, Fernando Savater– con un tono abiertamente desenfadado, el autor dinamita los prejuicios que sostienen que el cine europeo es territorio de la izquierda y el estadounidense aliado de la derecha, y busca demostrar que Hollywood, incluso en los títulos dirigidos a las grandes audiencias, "ha promovido valores emancipadores y libertarios".
Pese a lo arraigado de los clichés, Vallín lo tiene claro: "No, Hollywood nunca ha sido un vecino cómodo para los intereses políticos de los sectores conservadores del país", sentencia, antes de apuntar una paradoja: "La cultura estadounidense siempre ha estado bajo sospecha en su propio país por demasiado liberal y en el resto del mundo por todo lo contrario". El Código Hays o la caza de brujas que emprendió McCarthy son sólo algunos episodios en los que se procuró devolver al redil a las peligrosas y díscolas gentes del cine. "No, Hollywood nunca ha trabajado para complacer a las oligarquías imperiales de Washington", señala este periodista que además de abordar el cine escribe habitualmente de política. Un buen ejemplo de esta desobediencia estaría, según Vallín, en "las parábolas de la ciencia ficción de los cincuenta", y en La invasión de los ladrones de cuerpos, de Don Siegel (1956), donde la alegoría sobre la expansión comunista puede verse también como "una metáfora tremebunda sobre la armonía pueblerina que querían imponer los conservadores americanos a base de lavadoras y televisores en las comunidades estadounidenses".
A lo largo de su libro, Vallín se apoya en unos cuantos ejemplos para ilustrar el espíritu progresista que ha movido Hollywood. Los cómicos de los inicios, grandes como Charlie Chaplin o Buster Keaton, hablan de "la inmarcesible dignidad del hombre al margen de su condición social e histórica" y siembran "en su público el hambre de justicia".
Para Vallín, el cine negro, con "su retrato de bajos fondos, marginalidad urbana, crimen organizado y oportunistas sin suerte", traza "un modelo de cine social hiperrealista"; por su "esfuerzo por aproximarse a la América real e introducir la psicología de personajes" hubo quien llamó al género como "neorrealismo americano".
En la screwball comedy, entretanto, irrumpió una mujer emancipada que encuentra su cumbre en Katharine Hepburn, quien "propuso un modelo femenino tan moderno, autónomo y desinhibido, tan físicamente enérgico y contrario al recato y al comedimiento burgueses, andrógino sin ser viril, que modeló las aspiraciones, los modales y el estilismo de generaciones enteras de mujeres".
Los superhéroes, tan presentes en los estrenos actuales, no faltan en el repaso de Vallín: "No son fascistas", opina, "como no lo son ninguno de los héroes de la tradición legendaria. Solo son héroes y, como tales, tanto sus arquetipos como su discurrir narrativo preexisten al fascismo, al marxismo, al capitalismo y hasta a la literatura".
¡Me cago en Godard! propone revisar también algunos títulos icónicos de los 80 –Regreso al futuro, Karate Kid, La historia interminable– para comprobar cómo el cine de Hollywood denunció el bullying y "siempre se puso de espaldas al triunfador abusón, al deportista guapísimo o a la rubia que gobierna las cheerleaders. En todos los géneros, y en esto Zemeckis y Spielberg se mantuvieron firmes en el canon, aparecían los matones de instituto señalados como pequeños villanos violentos. Es muy probable que todos estos cineastas hubieran sido escuchimizados gafotas en el colegio".
¿Por qué un sector de la crítica europea ha visto entonces el espíritu de Reagan en esos fotogramas? Vallín ofrece una tesis al respecto: la tradición del happy end que suele darse en las producciones de Hollywood, "un contrato no escrito entre el narrador y su público, una de cuyas cláusulas, no precisamente la menos importante, es el compromiso de proporcionar gozo y sentido", colisiona con el "prestigio intelectual del pesimismo, una reputación a todas luces inmerecida y cuyo germen hay que buscar en el arraigado masoquismo judeocristiano, el poder redentor del dolor que tanta huella ha dejado en el pensamiento de izquierdas". El marxismo, lamenta Vallín, "se ha creído a pies juntillas lo del valle de lágrimas y se lo ha tomado como un deber". ¡Me cago en Godard! prefiere, por el contrario, conservar el regocijo de aquel tiempo de los vídeos Beta.
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