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PATRIMONIO VISUAL
Hay poetas que, pese a contar con una obra amplia, el conjunto de esta se ve eclipsado por un libro en particular, un poema concreto. El caso de Pedro Garfias es uno de ellos: autor de otros poemas antes y después, su recuerdo lo asociamos siempre a una elegía muy justamente alabada, epítome del exilio: Primavera en Eaton Hastings. No corresponde esta a su etapa española ni a la mexicana, inicio y final de su carrera, sino a ese interludio terrible, porque era cuando empezaba a sentir el arañazo de la pérdida, en una pequeña localidad cercana a Oxford y acogido a la hospitalidad de lord Faringdon en aquel lugar en el que antes que él vivió brevemente Luis Cernuda y después de él Arturo Barea. De aquel destierro de Garfias en Inglaterra habló Pablo Neruda en sus memorias, Confieso que he vivido, donde evoca su capacidad de comunicación con un tabernero local; extraño diálogo, pues ni aquel sabía español ni inglés nuestro poeta.
He escrito "nuestro" poeta, y digo bien, porque Pedro Garfias es poeta español y mexicano, y da gusto compartir su legado a horcajadas del ancho océano. Nacido en Salamanca, el escenario de buena parte de su infancia y juventud se desarrolló en Andalucía. El destino lo zarandeó y él sustituyó la tasca de su tierra nativa por la cantina (en medio, ya dije, el viejo pub inglés). Garfias fue uno de aquellos que con la derrota de la República arribaron al puerto de Veracruz en el Sinaia, como Juan Rejano, Manuel Andújar o Ramón Gaya, en una travesía narrada por Andrés Trapiello en su novela Días y noches. Garfias escribió en su poema "Entre España y México", a bordo de aquel barco:
Qué hilo tan fino, qué delgado junco
-de acero fiel- nos une y nos separa
con España presente en el recuerdo,
con México presente en la esperanza.
Repite el mar sus cóncavos azules,
repite el cielo sus tranquilas aguas
y entre el cielo y el mar ensayan vuelos
de análoga ambición, nuestras miradas.
España que perdimos, no nos pierdas,
guárdanos en tu frente derrumbada,
conserva a tu costado el hueco vivo
de nuestra ausencia amarga,
que un día volveremos, más veloces,
sobre la densa y poderosa espalda
de este mar, con los brazos ondeantes
y el latido del mar en la garganta….
La vida bohemia de Garfias, siempre escribiendo en papelitos que redactaba aquí o allá y allá o aquí perdía, lo llevó por diferentes lugares de su país de adopción, de la Ciudad de México a Monterrey, donde murió, pasando por otras ciudades como Guadalajara, donde tiene un busto en una glorieta que se abre a la avenida Chapultepec. Hay otro busto suyo, menos impresionista e indómito, en el Parque España de la capital mexicana. En el archivo del gran fotógrafo Tomás Montero Torres (1913-1969), que lo mismo retrató a Cantinflas que a Pedro Infante, a Lola Flores o Estrellita Castro de gira en México, sin olvidar a braceros y desheredados, han aparecido también dos imágenes de Garfias, más que bustos, porque en una posa de cuerpo entero y en la otra de cintura para arriba. Aunque en las dos dimensiones de un negativo, de una cartulina, tienen además una tercera dimensión, relieve: a Garfias se le ve vivo, como que casi se le puede tocar.
No están fechadas estas fotos tomadas por Montero Torres, pero deben de ser de muy finales de los cuarenta o de primeros de los cincuenta, si se compara el físico del poeta con otras que conocemos de aquella época. A diferencia de varias de grupo en las que aparece él, aquí lo tenemos solo, trajeado como era norma de la época pero con una corbata de fantasía que le aporta un toque artístico, un poco de dandi. Contra esto conspiran sin embargo su cuerpo grueso y algunas manchas, roces e hilos sueltos en pantalones y chaqueta. De los zapatos, sus andariegos zapatos, nada vemos. Probablemente estarían lustrosos, tras el trabajo de un boleador. También seguramente estarían gastados, asendereados como se decía de los héroes de antaño.
Montero Torres consiguió con estos dos retratos los mejores que se conocen del poeta (como también hizo con Cernuda en fotografías que me confiaron sus herederas y se publicaron por primera vez en el libro publicado por la Fundación Cajasol A Luis Cernuda desde Sevilla, 1963-2013, coordinado por Ismael Yebra). Una cosa no logró, sin embargo: arrancar una sonrisa a quien no en vano tituló su último libro Río de aguas amargas (1953), poco más tarde, presumimos, de esta sesión que lo fija contra la voluntad destructora del tiempo. Ni un excelso fotógrafo puede en el instante de encuadrar y pulsar el disparador borrar la tristeza acumulada en el corazón de un hombre.
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