Paradojas del espacio público
A dos años de la aprobación del PGOU, siguen sin aportarse criterios actuales de actuación municipal sobre las nuevas zonas comunitarias de la ciudad
En la continuidad del espacio público, en su capacidad de conectar y cohesionar ámbitos diversos, en su disponibilidad para ser aprehendido por individuos y grupos sociales como prolongación de la estancia privada de la casa, ha residido gran parte de la libertad conquistada por la ciudadanía en la conformación de la ciudad. Además hoy, en la nueva escala urbana que nos ha tocado vivir, participar de sus calles, plazas o parques, descubrir nuevos lugares de encuentro y relación se convierte en una necesidad vital para todos y su gestión en una tarea fundamental para cualquier administración.
Sin embargo, en los últimos años se ha afianzado en Sevilla, auspiciado por los distintos regidores municipales, un entendimiento del papel y puesta en valor de sus espacios libres que no deja de ser sorprendente y paradójico. Con argumentos directos que pasan sin dificultad del vandalismo callejero a la seguridad ciudadana -fácilmente comprensibles y aceptados por todos aún a costa de cuestionar la propia cultura urbana- pero que, sobre todo, resuelven de la manera más fácil el control, la delimitación de competencias y responsabilidades de las diversas áreas municipales implicadas, el espacio público -ya sin un papel simbólico o referencial que lo caracterice- se ha fragmentado en una serie de parcelas verdes cerradas de mayor o menor relevancia en su tamaño y localización: corralitos aislados de accesos y horarios restringidos que, a la postre, segregan el espacio urbano y otorgan a los viales de circulación rodada un papel determinante. No hay más que observar el vallado de todos los parques de nuestros barrios periféricos o recordar las intervenciones -tan emblemáticas como poco contestadas- del cierre de los jardines de Murillo, de la Buhaira, del Prado de San Sebastián o la más reciente del Líbano, en la Palmera, para saber del lugar reservado al ciudadano de a pie a partir de ciertas horas. Algo que no es generalizable a otras poblaciones andaluzas o europeas: ciudades de latitudes o tamaños tan distintos como Jerez o Berlín, por citar algunas, valoran y gestionan estos espacios de forma más consecuente con la vida y disfrute de la ciudadanía.
Aunque se podría trasladar a cualquiera de los proyectos ejecutados anteriormente, con el recién inaugurado aparcamiento de la avenida de Coria, en Sevilla, una de las últimas actuaciones municipales que atañen a lo cotidiano de nuestras vidas, esto que decimos se pone especialmente de manifiesto. En la salida hacia el Aljarafe desde Triana, junto al singular barrio de León y al puente que salva el muro de contención de la dársena, hay un espacio que siempre conocimos como una explanada residual apenas tratada con el firme de albero y la presencia de las grandes casuarinas y arbustos de ricino: un vacío disponible tanto para el estacionamiento desordenado de vehículos como, y es lo relevante que hemos perdido con la intervención, para posibilitar el paso azaroso entre el barrio de León y el paseo de la ronda de Tejares a través de los jardines de los bloques de la Dársena, dilatando la experiencia del barrio y de la casa a otros ámbitos diferenciados. Valor añadido de unos espacios abiertos, realmente públicos que, nada diseñados y bien gestionados por los vecinos de forma espontánea, eran capaces de cohesionar paisajes tan dispares como el jardín privado de la casa unifamiliar, el intercomunitario de los bloques o el talud arbolado del muro de contención del río. Ejemplo de una manera de entender y gestionar nuestro espacio vital, ahora negada con la segregación y su tosco diseño de plaza, no muy distinto al que, no hace tanto tiempo, también se perdió con el vallado jardín del Prado.
Si para garantizar la seguridad y el mantenimiento de estos lugares o si para habilitar nuevas plazas de aparcamiento, todo de agradecer, hemos de renunciar a plantear entornos más amables y saludables, mal lo llevamos. Se rediseñan plazas y avenidas -la de Armas o Virgen de Luján, entre otras- atendiendo tan sólo a la funcionalidad del aparcamiento y sin sombra de vegetación; se sectorizan y clausuran las zonas libres, relegando el espacio público durante la noche a los viales de tráfico rodado; por qué no pensar que, comprometiendo a las distintas áreas municipales implicadas -no sólo Tráfico y Parques y Jardines- con otras administraciones en una labor común no excluyente que garantice esa vigilancia necesaria, los resultados nos podrían hacer la vida más confortable a todos.
Habría que ampliar las miras. Si, como parece, existe la posibilidad de que la gestión del conjunto de parques del cinturón verde metropolitano sea llevada a cabo globalmente por la Administración autonómica, no sería mala cosa que se estudiaran nuevas formas de equilibrio entre el control de la necesaria seguridad de estos ámbitos y la asistencia a una participación ciudadana igualmente necesaria, considerando globalmente desde su diseño urbano hasta su puesta en uso, desde lo formativo a la propuesta de actividades que renueven una cultura urbana aún latente en la ciudad. Hay maneras y ejemplos de ellas.
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