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Palabras desnudas

Coincidiendo con el centenario de Duras, Menoscuarto recupera una de las obras por las que fue encuadrada en la corriente de la 'nueva novela' francesa.

Marguerite Duras (Saigón, Vietnam, 1914 - París, 1996), narradora, dramaturga y cineasta.
Ignacio F. Garmendia

16 de noviembre 2014 - 05:00

El parque. Marguerite Duras. Trad. Carlos Barral. Menoscuarto. Palencia, 2014. 128 páginas. 13,50 euros

Como vieron los poetas del modernismo o sus predecesores los simbolistas, los parques son espacios maravillosamente propicios a la ensoñación, pero tienen también algo de no lugares que atrae a los desarraigados, los vagabundos o las gentes de paso. Bellos escenarios que pueden albergar escenas jubilosas o desoladas, los juegos de los niños, los escarceos de los enamorados o la soledad de los excluidos, que a veces se unen para buscar compañía o afrontar juntos los rigores de la intemperie. Esto último es lo que ocurre en El parque -el título original, Le Square, designa una zona híbrida entre el jardín y la plaza- de Marguerite Duras, donde la localización sugiere esa idea de desamparo. Publicada en 1955, el mismo año en que la antigua résistant fue expulsada del Partido Comunista, El parque inició una etapa que dejaría atrás el neorrealismo de las primeras obras de Duras para internarse en terrenos afines al nouveau roman -la fórmula fue acuñada dos años más tarde- que se reconocen por rasgos como la desaparición del narrador, el desdén de la trama o la ausencia de una caracterización psicológica de los personajes. La obra conoció una primera edición española en 1968 y ha sido rescatada por Menoscuarto en la misma traducción de Carlos Barral, coincidiendo con el centenario de una escritora que alcanzaría éxito internacional por una famosa novela de la edad tardía, El amante, donde recreó su adolescencia en Indochina.

Más que novela, El parque es un diálogo sin apenas contexto -sólo unos pocos párrafos descriptivos- que la propia Duras adaptó al teatro. Una muchacha que sirve como criada para todo y un ya baqueteado vendedor ambulante, de los que no sabemos más que lo que ellos mismos se cuentan, son los protagonistas innominados de ese diálogo que transcurre en el banco de un parque parisino donde ambos han coincidido poco antes del verano, la tarde de un jueves cualquiera. Los dos son personas solitarias que parecen movidas por una necesidad imperiosa de comunicarse, empiezan a hablar por azar y al momento, aunque no se conocen de nada, están dispuestos a compartir sus intimidades. La chica trabaja como una esclava y no lo lamenta, pues pasa los días esperando que el matrimonio, en el que cifra sus ilusiones, la salve de la servidumbre y le permita habitar un destino propio. El hombre, aunque lleve una vida errante, desmedrada y sin otra perspectiva que ir tirando, se siente a gusto con su oficio o inhabilitado para buscar otro. Una representa la esperanza, siempre ambigua, el otro la resignación, que no lo es menos. Al deseo aplazado de un cambio radical, alimentado a costa de sacrificar el presente, se opone la aceptación conformista de la rutina como un horizonte tal vez insuficiente, pero medianamente llevadero. Un vacío de enormes proporciones es el territorio común de dos visiones contrapuestas y, bien mirado, igualmente indeseables.

La soledad, la espera, el miedo, la felicidad o el valor son algunos de los temas que afloran en la conversación, dividida en tres partes -iniciadas por la misma frase: "El niño vino tranquilamente desde el fondo del parque y se plantó delante de la muchacha"- que no rompen su continuidad y dejan abierta, hacia el final, la posibilidad de una convergencia. Son dos náufragos quienes hablan: la joven que apenas ha empezado a vivir -no vive, de hecho, entre tanto- y lo fía todo al futuro, personalizado en la figura del marido al que espera conocer en el baile de los sábados, y el hombre maduro, desengañado o acomodaticio, que no niega pero rehúye la mera idea de la mudanza. Ambos se entienden, pese a las diferencias, unidos por una suerte de hermanamiento entre contrarios que conduce a una cercanía insospechada.

De trasfondo inequívocamente existencialista, El parque refleja bien las ambiciones y los límites de una corriente literaria que se proponía dejar atrás los caminos trillados del realismo pero no siempre logró, al objetivar los contornos de la realidad, que esta desprendiera el aliento de la vida. Siendo a ratos conmovedor, lo cierto es que el diálogo no resulta demasiado creíble, no tanto porque los registros de ambos personajes, bien distintos, apenas varíen en la forma, como por el hecho de que aquel parece expresamente concebido para tratar de los mencionados grandes temas, con un propósito filosófico que resta naturalidad a los parlamentos y hace que suenen como recitados en el teatro. Dicho de otro modo, la mano de la autora, que pretendía dejar solos a sus personajes, está, paradójicamente, más presente de la cuenta. En el plano del haber, sin embargo, cabe celebrar la apuesta por la expresión despojada, sin acotaciones ni aditamentos de ninguna clase, y el retrato indirecto de seres desvalidos pero a su modo batalladores, para los que hablar es mucho más que intercambiar impresiones. Palabras desnudas, las de Duras, para almas que no temen desnudarse.

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