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'Otra Cataluña'. Sergio Vila-Sanjuán. Destino. Barcelona, 2018. 368 páginas. 20 euros
El clima enrarecido que se vive en Cataluña ha propiciado una historiografía militante, amplificada por las terminales de la propaganda, que interpreta, deforma o silencia los hechos que no interesan para adecuarlos al discurso oficial de una nación supuestamente ocupada por extraños.
El terreno de la lengua, base de la reivindicación identitaria, es uno de los caballos de batalla y así lo entendió el nacionalismo desde la restauración de la democracia. La prohibición o la hostilidad de la dictadura dieron paso entonces a una necesaria política de normalización que rescató el catalán -bien vivo por otra parte, también en lo que se refería a su uso literario- y le dio el rango oficial obligado en cualquier país bilingüe.
Las letras catalanas conocieron una nueva eclosión y todos nos habríamos felicitado si desde las instituciones autonómicas no se hubiera difundido la idea, a menudo por omisión, de que los catalanes que escriben en español no son verdaderos catalanes.
De ellos, de esta realidad negada, trata el escritor y periodista barcelonés Sergio Vila-Sanjuán, buen conocedor del mundo del libro, en Otra Cataluña, donde rastrea un legado de seiscientos años que desmiente la frase, citada en el preámbulo, de un alto cargo de la Generalitat a comienzos de los 90, en la que afirmaba que las manifestaciones en castellano "no pueden ser consideradas parte integrante de la cultura catalana", dado que son "fruto de una anormalidad y una excepcionalidad que no se deberían consolidar". La anomalía real del franquismo se proyectaba así retrospectivamente, pero también hacia delante, a un inquietante futuro donde sólo una de las dos lenguas estaría legitimada.
Menciona Vila-Sanjuán el ya remoto precedente de una serie de artículos del mallorquín Miquel dels Sants Oliver, publicada en 1909-1910 con el título de "Escritores catalanes en castellano", como una de las pocas aproximaciones que ha suscitado la materia. De hechura igualmente periodística, su trabajo es más un amplio reportaje divulgativo -o una "crónica introductoria", como él la llama- que una inmersión a fondo, pero su oportunidad está fuera de duda en unos momentos en que los prejuicios y las falsedades no vienen sólo de los políticos o los publicistas afines a la causa del independentismo, sino también de estudiosos o seudoinvestigadores que llevados del fervor nacionalista han renunciado al rigor para abrazar un activismo que justifica cualquier dislate.
La literatura en catalán, que como se sabe excede los límites de Cataluña, vivió una época de esplendor con los grandes cronistas bajomedievales y autores como Ramon Llul, Ausiàs March o Joanot Martorell, nacidos en los territorios del antiguo Reino de Aragón, pero a partir del siglo XVI -en pugna con el latín y con el castellano de la monarquía hispánica- conocería una prolongada decadència hasta la segunda mitad del XIX, cuando la Renaixença y, ya en el XX, el Noucentisme, auspiciaron su resurgimiento. Este fue sólo temporalmente obstaculizado por las dictaduras de Primo y Franco, cuyo desprecio por las lenguas periféricas dejó una herencia envenenada que ha alentado, en sentido inverso, a quienes hablan de la cultura en castellano como el resultado de una imposición ajena.
Nada sospechoso de sectarismo españolista, Vila-Sanjuán se limita aquí a exponer lo obvio: la existencia secular, hasta hoy mismo, de una tradición que es tan catalana como la que ha tenido el catalán como vehículo, en buena medida debida a autores bilingües que con frecuencia se expresaron en los dos idiomas y salvo excepciones no consideraron que optar por el castellano como lengua literaria implicara desapego ninguno.
Sus breves recuentos se fundamentan en las lecturas que cita al final de cada capítulo, no demasiadas pero suficientes para su propósito, dirigido a un público amplio, de trazar una panorámica de conjunto. De ella se concluye que ni la literatura catalana en castellano empezó con Juan Boscán -ya en el siglo XV escribieron Enrique de Villena, el anónimo autor de la novela Triste deleytaçión o Francisco de Moner- ni esta ha dejado de ser cultivada desde entonces.
Es evidente que su calidad y proyección en la Edad Moderna estuvieron por debajo de las alcanzadas por los coetáneos peninsulares de los Siglos de Oro, salvo que pensemos, como ha sostenido algún iluminado, que Cervantes o Teresa de Ávila eran catalanes. Pero la ausencia de grandes nombres no quiere decir que no hubiera autores que se sirvieron del español, muchos de ellos cronistas, eclesiásticos o académicos, ya en el XVIII cuya figura mayor es el medievalista y teórico de la literatura Antonio de Capmany, colaborador de Olavide y diputado en las Cortes de Cádiz. Y ocurre que no pocos han quedado arrinconados, como apunta Vila-Sanjuán, en una tierra de nadie, ignorados por la Filología Catalana y poco o nada atendidos por la Hispánica.
Tampoco es cierto que tras la Renaixença cesara el cultivo literario del castellano ni menos aún la abundante producción cultural en la lengua común, y no es casualidad que el iniciador del movimiento, Aribau, autor de la oda A la pàtria, impulsara junto a Rivadeneyra una famosa Biblioteca de Autores Españoles. En este sentido, Vila-Sanjuán, que presta especial atención a los géneros no convencionales -la historiografía o las literaturas del yo: relaciones, memorias, dietarios, cartas-, analiza con acierto el importante papel de la industria cultural, particularmente la edición -o también el periodismo- que tuvo en Barcelona uno de los focos más tempranos y activos de la península.
Balmes, Milá y Fontanals o Pi y Margall en el XIX, y D'Ors o Marquina antes de la Guerra Civil, son algunos de los escritores e intelectuales que se sirvieron del castellano por elección propia. El franquismo fue ciertamente un periodo excepcional, pero tras el restablecimiento de la autonomía nadie puede decir -más bien al contrario- que se sienta constreñido a la hora de expresarse en catalán ni que los que lo hacen en castellano -Vila-Sanjuán acaba su recorrido con las semblanzas de doce autores, algunos ya fallecidos, del periodo democrático- sean traidores unionistas.
No se trata en verdad de otra Cataluña, sino de la misma, pues así como la nación catalana no se opone a la española ni habría ninguna contradicción en afirmar -ya lo hizo el citado Capmany- la primera en el marco de la segunda, el hecho de que Cataluña sea felizmente bilingüe no implica tener que escoger entre dos tradiciones culturales que no sólo los catalanes, sino también los demás hablantes de la lengua castellana, incluidos los vascos o los gallegos, deberíamos sentir como propias.
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