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Arturo Fernández o la profesionalidad

Muere Arturo Fernández

El actor muere a los 90 años recibiendo el cariño de unos, la admiración de muchos y el respeto de todos

Arturo Fernández, en una de sus visitas al Teatro Quintero.

Fue la encarnación en la escena y las pantallas de cine y televisión del galán bon vivant, el frívolo que todo lo basa en su apariencia, sus trajes perfectamente cortados, sus camisas hechas a medida, sus corbatas nunca chirriantes y siempre entonadas con el conjunto, el pañuelo asomando con estudiado descuido del bolsillo de la chaqueta, sus no menos cuidados conjuntos deportivos de bléiser y foulard. Fue la encarnación del galán seductor, amablemente sinvergüenza y elegantemente desahogado, maestro del piropo y la galantería con las que tejía suaves telas de araña en las que caían las mujeres que se sentían apreciadas, amadas y deseadas. Lo más parecido a un David Niven que el teatro y el cine español han dado falleció este jueves a los 90 años tras haberse ganado, no solo el cariño de quienes le trataron y sabían de su bonhomía y simpatía para con todos –desde los más famosos compañeros hasta el último técnico de los rodajes o las taquilleras y señoras de la limpieza de los teatros-, y no solo el aprecio de los admiradores que han seguido su larga trayectoria profesional de 70 años, que ya es decir, sino el respeto de quienes, tal vez no apreciando sus eficaces pero no muy amplios recursos como actor, admiraron su perseverancia profesional sobre los escenarios. Debutó como figurante con 21 años y actuó en Alta seducción hasta pocos meses antes de morir con 90. Así que entre el cariño de unos, la admiración de muchos y el respeto de todos, España despide con dolor sonriente a Arturo Fernández.

Pertenecía a la generación de actores que tuvieron por método –Talía confunda a Lee Strasberg- el duro aprendizaje de los escenarios teatrales. Su vida es historia del teatro y el cine español. Entre 1951 y 1957 fue primero figurante y después actor secundario con Rafael Gil (La Señora de Fátima, El beso de Judas), Ramón Torrado (La trinca del aire), Luis Marquina (Así es Madrid), Javier Setó (Duelo de pasiones) o Pedro Lazaga (Cuerda de presos), logrando sus primeros papeles protagonistas en las excelentes películas policíacas de Julio Coll -Distrito quinto (1957), Un vaso de whisky (1959) y Los cuervos (1962)- y de Juan Bosch -A sangre fría (1959) y Regresa un desconocido (1961)-, además de melodramas o la muy celebrada La fiel infantería (Lazaga, 1961) basada en la nada desdeñable novela de escritor falangista Rafael García Serrano, censurada por el franquismo. Su debut en el género que le haría famoso se produjo en 1962 con la comedia turística Bahía de Palma (Bosch, 1962) en la que Elke Sommer lucía el primer bikini del cine español.

Sólo en la década de los 60, el intérprete hizo 33 películas

A partir de ahí perfiló su larga y prolífica carrera –solo en la década de los 60 interpretó 33 películas- alternando melodrama y comedia pero casi siempre insistiendo en su personaje de seductor simpático o señorito antipático, logrando la que tal vez fuera su más completa interpretación –después que Garci lo devolviera al cine negro en El crack (1983)- en Truhanes (Hermoso, 1983) junto a Paco Rabal, después convertida en serie televisiva emitida por Tele 5 en la temporada 93-94 (con otras series, como Genio y figura y La casa de los líos, parodiándose con inteligencia a sí mismo, obtuvo inmensos éxitos que batieron récords de audiencia). Así hasta su último largometraje –Desde que amanece, apetece de Antonio del Real- en 2005.

Mientras tanto había adquirido aún más popularidad como actor teatral tras debutar con el Teatro de Cámara y Ensayo para pasar en la segunda mitad de los años 50 a las compañías de Conchita Montes y Rafael Rivelles. Triunfó en 1961 y 1962 bajo la dirección de Luis Escobar en Un hombre y una mujer y Dulce pájaro de juventud, y sustituyendo a Alberto Closas en el éxito de Casona –cuatro años en cartel en el Marquina de Madrid- La tercera palabra. Al igual que en cine, la fama del galán de comedia por excelencia del teatro español –con Pato a la naranja como su mayor aunque no único éxito- se gestó en el drama. Y es que su talento y su profesionalidad le facilitaron, cuando el director, la obra y el personaje se lo permitían, superar el tipo que cultivó durante tantos años. Arturo Fernández era más que su “chatina”. Sobre todo fue fiel a los escenarios hasta el pasado mes de abril, cumplidos los 90.

El actor, ante un cartel de 'Ensayando Don Juan'.

Caballeroso siempre, que yo sepa nunca se pronunció sobre su relación con Lupe Sino, la que había sido amante de Manolete, fallecida en 1959 a consecuencia de un accidente de coche se dijo que conducido por el actor. De modestos orígenes e hijo de una obrera y un anarquista exiliado tras la guerra, fue abiertamente de derechas cuando decirlo suponía un descrédito en su profesión (y lo supone: en alguna necrológica se le reprochaba su alineación política que ese mismo medio aplaude cuando el actor es de izquierdas, cosa al parecer connatural con la interpretación).

El mismo día que Arturo Fernández, fallecía en Méjico otro galán, Eduardo Fajardo, a los 95 años, dejando tras él 183 películas, 74 interpretaciones teatrales y aún más intervenciones televisivas: había debutado en 1947 y realizó su última interpretación en 2002. Pasará a la historia del cine sobre todo como secundario en bonds a la italo-española ( 3S3 agente especial, 087 misión Apocalipsis o Gran golpe al servicio de su Majestad Británica) y sobre todo de westerns almerienses hoy míticos (sobre todo los dirigidos por el gran Sergio Corbucci) como Django, Winchester, uno en entre mil, Los compañeros, El hombre de Río Malo, Viva la muerte… ¡tuya!, Tedeum o ¡Qué nos importa la revolución! junto a Franco Nero, Peter Lee Lawrence, Tomas Milian, Lee Van Cleef, James Mason, Eli Wallach, Jack Palance o Vittorio Gassman. En los inicios de su carrera en los años 40 y 50 fue actor de doblaje teniendo el honor de haber sido el primer doblador del Wayne de La diligencia y el Welles de La dama de Shangai y Otelo.

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