"Noto mucho el peso de la vida viendo a Velázquez, no a Murillo"
Antonio López | Pintor
Antonio López inaugura en la Fundación Focus el ciclo 'Conversación con arte'
El pintor viene trabajando desde 2015 en dos retratos de Sevilla desde la torre del Pabellón de la Navegación
Sevilla/Llega Antonio López sonriente, saluda a todo el mundo, casi rozando el lienzo con los ojos se detiene a escudriñar un cuadro (Niño con sombrero de Benjamín Palencia), que elogia sin necesidad de esforzadas piruetas ("¡qué bonito!"), y finalmente acaba sentándose en el centro de la estancia sólo después de que su anfitriona -Anabel Morillo, directora de la Fundación Focus Abengoa-, con la que de broma hace como que forcejea, le recuerde y le insista: el protagonista es él.
Y se sienta el pintor de Tomelloso, el mayor emblema del realismo español del último medio siglo, con sus ropas humildes y trabajadas -los bajos de los pantalones, moteados de pintura-, componiendo la perfecta estampa del artista ascético, sencillo, carismático -se diría- casi a su pesar, y transmitiendo una serena y penetrante energía que hace olvidar que tiene 82 años. Detrás de él, Membrillero, el óleo sobre lienzo que empezó a pintar en el patio de su casa a petición de su amigo Víctor Erice para el rodaje de la excepcional película de 1992 El sol del membrillo. "Yo sabía que iba a tener problemas -evocó-, porque la luz no era la idónea, pero él me comentó que si hacía un dibujo iba a obligarlo a rodar en blanco y negro. Como me sentí apurado, el que se vio un poco obligado a hacer una pintura para que él pudiera trabajar en color fui yo. El cuadro quedó inacabado, yo lo veía venir, pero me alegro de haberlo hecho y sobre todo de que el proceso quedara registrado en un documento tan insigne".
Esta vez, Antonio López visitaba Sevilla para inaugurar un nuevo ciclo de la Fundación Focus, Conversación con arte, sin periodicidad fija (Anabel Morillo adelantó que la próxima sesión, "seguramente" antes de junio, girará en torno a alguna obra del Centro Velázquez). El artista maravilló al público, en su mayoría estudiantes y profesores de arte que llenaron la iglesia de los Venerables, pero antes mantuvo un encuentro con la prensa en el que habló, entre otros asuntos, de los dos cuadros sevillanos que desde hace tres años está pintando. "La parte dura de la vida, que en Madrid es tan evidente, aquí está maquillada por la belleza, por la seducción que ejerce esta ciudad que es la quintaesencia de lo más hermoso que hay en lo español... Pero debajo de todo eso está la vida. Y la vida es preciosa pero es dura. Se ha difundido mucho esa imagen de una Sevilla murillesca, dulce, pero yo en ella veo también sangre, y esa dimensión honda, grave y hasta peligrosa quiero incorporarla en mi retrato de la ciudad. Por ejemplo, yo noto mucho el peso de la vida viendo los cuadros de Velázquez, no los de Murillo precisamente. Y leyendo a Machado también noto todo eso, o escuchando a la Niña de los Peines y a Pastora Imperio, o en el propio Cervantes. Esa parte secreta y oscura, tan poderosa, es para mí el alma de Sevilla", explicó el pintor.
Dispuesto a atraparla con sus pacientes pinceles empeñados en retener el curso del tiempo, tras varias visitas a la ciudad desde 2011 para buscar el lugar adecuado, finalmente a López le cautivaron las vistas desde la torre del Pabellón de la Navegación, en la isla de la Cartuja. "He estado trabajando en ocho o diez sesiones desde hace tres años. Vengo a partir de mayo o junio, cuando ya están cuajados los árboles, llego por la mañana, por la tarde pinto, porque me interesa capturar la ciudad bañada por la luz y que haga calor, que es muy fuerte y muy duro, pero potencia lo que yo siento que es esencial de Sevilla; paso la noche en casa de algún amigo y al día siguiente vuelvo a pintar y regreso a Madrid", comentó el pintor, que empezó primero un lienzo -"grande, de unos dos metros y medio de ancho por dos de alto, con el río Guadalquivir como espina dorsal y gran eje de la composición, y mostrando la Giralda, la Torre del Oro y una parte de Triana"- pero lo que quedaba fuera de ese encuadre -"lo que veía por el rabillo del ojo"- le fascinó tanto, que decidió pintar otro, más pequeño, para "no dejar fuera nada".
Por ejemplo, la torre Pelli. "Sé que algunos, al principio, se pusieron farrucos con ella. Pero ahí está. El dinero lo barre todo, no hay nada que hacer. O lo aceptas o te vas. O el turismo: ahora está en boca de todos, es inevitable, pero nos está haciendo la pascua. La vida moderna encanalla las ciudades, empeora la vida en ellas", lamentó López, que tuvo que reírse cuando le preguntaron si se ha puesto algún plazo para acabar estos cuadros sevillanos. Lo cierto es que ya el mismo ensimismamiento radical que late en la obra del manchego -ese espíritu "improductivo" de tan moroso, como apuntó la artista y profesora de la Universidad de Sevilla Mar García Ranedo, que lo acompañó antes y durante el encuentro con los estudiantes- supone un gesto a contracorriente de la lógica del mercado y de la sociedad actuales. "Yo no tengo prisa", musitó casi riendo. "Cuando empiezo las cosas no pienso en cuándo las terminaré; lo hermoso es empezarlas. Voy pintando sin forzar y sin tenerle miedo al paso del tiempo, que después de todo es una prueba: si pasan años y algo te sigue llamando, es que va contigo de verdad. Me importa el placer de estar haciéndolas, de estar llevando a cabo algo que en muchas ocasiones he soñado antes. Y en fin, si yo puedo esperar, por qué no van a poder los demás".
"Además, el arte es prescindible. El arte viene detrás de muchas cosas. Pero a mí el arte me ha mejorado. Nunca me he acercado a él buscando cosas innobles. Lo he vivido como una aventura personal, como quien hace un viaje para ver dónde nace un río. Lo que quiero decir es que yo nunca he tenido miedo al conocimiento, y el arte es conocimiento", añadió el artista, que desgranó también algunas claves de su poética: "Desde muy joven, cuando aún era estudiante, supe que quería hacer figuración. Tenía muchos amigos que hacían pintura abstracta, y aprendí mucho de ellos, como aprendí también de Mondrian, por ejemplo: uno ve un cuadro de él y sabe lo que ha de ser la pintura. La pintura no figurativa me ha enseñado mucho, pero a mí lo que me apetecía pintar era a mi hermano, a mi tía, un rincón de Tomelloso, un árbol, la parra de mi casa en vacaciones, antes de volver a Madrid tras las vacaciones... Sería difícil darle a alguien un motivo para que visitara mi pueblo, con esas calles rectas, secas, de pueblo manchego, sin iglesias románicas ni nada por el estilo, y sin embargo a mí me parecen hermosas. Que otros pinten Almagro, yo pinto Tomelloso. Pero en el fondo yo no he pintado nada de lo que he pintado porque me pareciera bello, sino porque estaba cerca de mí. Son cosas que he visto en mi infancia, es esa relación la que me importa, por eso pinto aquello que por primera vez me hizo admirar una forma maravillosa, como un árbol".
Encuentra Antonio López una conexión con los impresionistas en este interés por la vida cotidiana, por esa clase de motivos a veces desprestigiados, como si fueran materiales pobres, poco dignos de la grandeza de un trazo sublime. "El cuadro de Velázquez de la Vieja friendo huevos es la vida. Debería ser un tema que jamás se agotara. Una y otra vez debería pintarse. Pero a Velázquez, ya una vez en Madrid, lo trincó el rey, se dedicó a la Corte y ya desaparecieron de sus cuadros la vida de la calle y las cosas cotidianas. Luego, ya mucho más adelante -apuntó-, como bloque, aparecen los impresionistas, que son los que deciden que lo importante es la vida cotidiana, y por eso salen a pintar el mundo que les rodea y dejan de trabajar por encargo y se dejan de tantas Venus, que ya fue pintada muchas veces y muy bien en Grecia, y que además ya no era nuestra diosa".
Con respecto al arte moderno o, para ser más preciso, abstracto, Antonio López no tiene ningún problema -ya se apuntó antes, de hecho-, pero sí alguna observación: "Con el arte moderno lo que pasa es que se ha alejado de los temas reales, de los temas de la vida. Muchas veces no hay más tema que la pintura en sí. Por otro lado, a la sociedad en general no le gusta ver a una vieja friendo huevos: nadie quiere tener eso en el salón de su casa. Porque en el fondo en cierto sentido es fuerte. Expresa algo que pesa, que es de verdad. Y además el arte moderno es difícil: se asoma a abismos, a zonas que son incómodas no sólo para el artista sino también para el espectador. Cuando uno ve un cuadro de Francis Bacon, o de Van Gogh, o de Giacometti, se siente fascinado, pero no experimenta placer. Porque no es un arte hecho para producir placer".
En realidad, tampoco él pinta exactamente para eso. No en vano admite que su mujer, María Moreno, Mari, como dice él, con la que lleva casado más de 50 años, y que también es pintora, en cualquiera de sus cuadros es capaz de transmitir "mucha más serenidad, mucha más luminosidad, incluso santidad" que él, cuyos cuadros están "más endemoniados". Tal vez por eso, en contra del tópico, anda ahora empeñado en revelar ese sutil y profundo espíritu "dramático" en el paisaje urbano de Sevilla, o tratando de capturar todos los colores de la luz y el mar en el Cabo de Gata junto a su amigo Andrés García Ibáñez. También en Bilbao anda pintando este artista que hace unos años decidió extender su imaginario más allá de Madrid y Tomelloso. El lienzo, la vida, no deja de extenderse.
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