El canto límpido y medido

Labourdette & Domené | Crítica

José Antonio Domené y Natalia Labourdette en el Alcázar.
José Antonio Domené y Natalia Labourdette en el Alcázar. / Actidea

La ficha

Labourdette & Domené

**** XXIII Noches en los Jardines del Real Alcázar. Natalia Labourdette, soprano; José Antonio Domené, arpa.

Programa: De París a Sevilla

Maurice Ravel (1875-1937): Deux mélodies hébraïques

Camille Saint-Saëns (1835-1921): Le rossignol et la rose / Fantasía para arpa sola Op.95

Pauline Viardot (1821-1910): Habanera

Anónimo: Canciones populares armonizadas por Federico García Lorca: Anda jaleo / Los cuatro muleros / Los mozos de Monleón / Las morillas de Jaén / Nana de Sevilla / Sevillanas del siglo XVIII

Manuel de Falla (1876-1946): Siete canciones populares españolas.

Lugar: Jardines del Alcázar. Fecha: Viernes 19 de agosto. Aforo: Casi lleno.

Triunfadora en los últimos años en los grandes escenarios sevillanos (singularmente, en producciones líricas del Maestranza, pero también ha pasado por el Lope de Vega y el Espacio Turina), la soprano madrileña Natalia Labourdette (1992) cantó en el Alcázar un programa que empezó con las Dos melodías hebreas de Ravel para marcar lo que iba a ser toda la velada: canto límpido, claro, homogéneo, de vibración natural, sin tensiones, agudos destellantes pero tersos y todo milimétricamente medido.

Elegantísimas resultaron las dos piezas ravelianas antes de que Labourdette luciera coloraturas lucidas, pero muy controladas en El ruiseñor y la rosa de Saint-Saëns y luego en una chisposa Habanera de Pauline Viardot. Entre medias, José Antonio Domené mostró en espacio donde han actuado grandes arpistas (así de memoria recuerdo a Daniela Iolkicheva, Cristina Montes, Rosa Díaz Cotán, Sara Águeda, Manuel Vilas) que es otro nombre a sumar a la lista: la discreción de sus primeros acompañamientos saltó por los aires en una intensísima y cálida Fantasía de Saint-Saëns, meticulosamente matizada, tanto en sus dinámicas como en sus contrastes de tempo.

La segunda parte del recital se intuía de menor riesgo: algunas de las canciones antiguas armonizadas por Lorca y las Siete canciones de Falla, repertorio que tiene el riesgo de las referencias acumuladas por los oyentes, pero en el que la voz de Labourdette se movió comodísima. Más allá de algún pequeño roce con el acompañamiento (sobre todo en un Falla en el que Domené se vio especialmente exigido) dominó por encima de todo la perfecta dicción, la limpieza impoluta de la emisión y la belleza sensual del timbre, por más que la cantante mantuviera en todo momento el control absoluto sobre la medida, lo que acaso restó algo de espontaneidad a unas canciones de naturaleza popular..

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