Narradores y ex combatientes
La mayoría de las novelas ya clásicas sobre la Gran Guerra fueron escritas por veteranos de ambos bandos que habían vivido en primera línea los horrores de la contienda. Algunas de ellas son muy conocidas, como Sin novedad en el frente de Erich Maria Remarque o Adiós a las armas de Ernest Hemingway, ambas de 1929, pero hubo muchas otras que desde la temprana El fuego (1916) de Henri Barbusse, futuro biógrafo de Stalin, recrearon las experiencias extremas de la vida en las trincheras. Se trataba de obras testimoniales, muy críticas con el discurso oficial de las autoridades y el funcionamiento de la institución militar, retratada como un Saturno que devoraba a sus hijos sin consideración ninguna por las vidas individuales, cosificadas como pertrechos intercambiables. De los campos de batalla surgió un nítido discurso pacifista que cuestionó el poder de los estados mayores y sus decisiones arbitrarias, puso en peligro la disciplina de los ejércitos y mostró a quienes no la habían conocido de cerca los terribles estragos de la guerra moderna. Los habitantes de las ciudades alejadas del frente, que seguían las evoluciones del conflicto a través de noticias filtradas por la propaganda, habían podido entrever algo de la pesadilla a la vista de las listas de bajas o de las interminables columnas de heridos y mutilados que llegaban a los hospitales, pero fueron los relatos de los supervivientes los que revelaron al mundo la magnitud de lo sucedido.
Anterior a la famosa novela de Hemingway fue la de su compatriota John Dos Passos, Iniciación de un hombre: 1917, que fue publicada en 1920 -le seguiría Tres soldados (1921), inspirada igualmente en su vivencia de la guerra- y pasó desapercibida hasta la consagración del norteamericano como uno de los autores de referencia de la generación perdida. Disponible ahora en dos traducciones distintas, auspiciadas por los sellos Errata Naturae y Gallo Nero, la ópera prima de Dos Passos -conductor de ambulancias como Hem, con quien coincidió en el frente italiano- muestra a un alter ego, Martin Howe, que se siente a la vez atraído por la aventura -"no quería perderme el espectáculo"- y asqueado por lo que ha visto, narrado en escenas hilvanadas al modo impresionista. Casi coetánea y asimismo irreverente, pero escrita en un registro satírico muy alejado del relato de formación, Las aventuras del buen soldado Svejk (1921-1923) de Jaroslav Hasek (Galaxia Gutenberg) explica por qué el checo -la traductora Monika Zgustova sitúa su nombre junto al de Kafka, en la Praga multicultural que más tarde arrasarían los nazis- es considerado uno de los grandes de la lengua nativa en un país que tenía, como muestra el propio Kafka, una selecta minoría germanohablante. Estando en Galitzia como voluntario del ejército austrohúngaro, Hasek cayó en manos de los rusos y más tarde se convirtió al bolchevismo, moriría prematuramente pero tuvo tiempo de escribir, como parte de un ciclo inconcluso, esta novela extraordinaria cuyo protagonista, dice Zgustova, "tiene un poco de Rabelais, mucho de Diderot y aún más de Cervantes".
En el ámbito alemán, tras el estilizado e impresionante testimonio de Jünger en Tempestades de acero (1920), hubo que esperar hasta la segunda mitad de la década para conocer desarrollos literarios como La disputa por el sargento Grischa (1927) de Arnold Zweig. Reeditada por RBA, la novela es un buen ejemplo del discurso pacifista pero al mismo tiempo plantea, como explicaba Ángel Fernando Mayo en el prólogo a su traducción ahora recuperada, cuestiones que van más allá del conflicto bélico y se refieren al enfrentamiento entre la justicia, la ley y la moral de Estado, que si defiende la condena de personas inocentes pierde toda legitimidad para proponerse como fuente de derecho. Absolutamente novelesca es la peripecia editorial que rodea a otra narración de la que no teníamos noticia, Historia y desventuras del desconocido soldado Schlump (1928) de Hans Herbert Grimm, que Impedimenta ha publicado con una introducción de Volker Weidermann donde este revela la identidad del autor de un libro dado a conocer bajo seudónimo, perseguido y olvidado durante décadas hasta que el investigador localizó, emparedada en un muro, la única copia conservada. Grimm era un profesor de lenguas francófilo que para pasar desapercibido llegó a afiliarse al partido nazi y de hecho fue purgado en la posguerra, pero su novela, un "cuento-documental" que alterna momentos de ligereza con otros muy duros, deja claro un punto de vista antiheroico, opuesto a las ensoñaciones idealistas e incompatible, en definitiva, con cualquiera de las patologías derivadas de la enfermedad del nacionalismo.
Ya de la siguiente década, pero también debida a un excombatiente, Senderos de gloria (1935) de Humphrey Cobb es más conocida por la versión cinematográfica homónima de Stanley Kubrick (1957), que del mismo modo que la novela -recién publicada por Capitán Swing con prólogo de David Simon, el productor de The Wire- debe su título (Paths of Glory) a un verso de la Elegía escrita en un cementerio de aldea del prerromántico Thomas Gray: "Los senderos de gloria no conducen sino a la tumba". Hijo de norteamericanos, Cobb se alistó como voluntario en las tropas canadienses y llegó a Europa antes de que los Estados Unidos entraran en guerra. Combatió muy joven, pero tardó casi dos décadas en contarlo. Como dice Simon, el objeto de su crítica, que prescinde de todo sentimentalismo, apunta directamente a la maquinaria deshumanizada del ejército, lo que explica que la adaptación al cine fuera censurada o acogida con reservas -en España, por ejemplo, no se estrenó hasta mediados de los ochenta- en muchos lugares que no habían estado implicados en la contienda. La sobrecogedora escena final del filme, cuando la muchacha alemana capturada logra conmover con su canción a los soldados que se burlaban de ella, no figura en la novela, pero por lo demás Kubrick se mantuvo bastante fiel a la narración original, que estaba inspirada en hechos reales: la ejecución de cuatro cabos elegidos al azar entre las fuerzas de un regimiento que había fracasado en la imposible misión de asaltar una colina, ordenado para encubrir la incompetencia de los oficiales y disciplinar a la tropa. Cuando casi veinte años después los tribunales rehabilitaron el nombre de los fusilados, dos de las viudas recibieron una indemnización de un franco. Para los altos mandos que exigían un número creciente de bajas propias desde los despachos de la retaguardia, la vida de sus soldados no valía ni eso.
PANORAMA
No hay comentarios