Nacidos en los 80
Una exposición colectiva en la Sala Murillo de Cajasol reúne una serie de obras de artistas jóvenes, reunidos por Mariana Hormaechea, que reflexionan acerca de la idea del hogar.
Un lugar en el mundo. Mariana Hormaechea (comisaria). Sala Murillo de la Fundación Cajasol (Plaza de San Francisco, Sevilla). Hasta el 9 de octubre.
La casa, la vivienda, tal como la entendemos hoy, es un invento moderno. Es un espacio para el individuo: ansia de un interior que resguarde y proteja de la inclemencia social, compense de la fatiga e incertidumbre del trabajo y defienda de la imposición del Estado. Tal vez algo más: como dice Walter Benjamin, la casa es un palco en el gran teatro del mundo. Desde él se puede mirar, observar, opinar o sentar cátedra. Más acá de la ironía, la vivienda es el cielo protector de la identidad privada, generalmente ignorada o quebrantada por las exigencias impuestas a la identidad pública.
Si esa es la genealogía de la vivienda moderna, no extrañará que pronto la absorbiera el mercado y la convirtiera en mercancía. Como en otras metrópolis nacientes, en el gran Berlín, a inicios del siglo XX, se alquilaban, como viviendas, a buen precio altillos reservados antes a baúles o muebles desechados. Hoy, la vivienda es presa codiciada en los recovecos financieros. Dos autores de la exposición lo señalan: las piezas de Moreno Carretero apuntan a la hipoteca (juego de espejos que entierra la vida en deudas) y a ese afán de plusvalías que lleva a negociar suelos impracticables (no es una fantasía del autor: de sobra lo sabemos). Algo parecido dice Óscar Romero con sus bloques abandonados, perdidos, sin acabar, mientras los derribos recuerdan la indiferencia de los intereses inmobiliarios hacia la memoria de las ciudades y de quienes las habitan.
La casa es en verdad prolongación del propio cuerpo. El proyecto inicial pudo ser frío y aun inhóspito, pero la casa vibra poco a poco al compás de los gestos, movimientos, expectativas y desengaños de quienes la viven. Así lo da a entender David Escalona con la imagen doble de toalla y lavabo, y también Mercedes Pimiento: los prismas de jabón que delimitan un recinto hacen pensar en esa ductilidad con que día a día construimos espacios que podemos llamar nuestros. Otras obras de la misma autora, pequeñas esculturas y dibujos, insisten, desde otro punto de vista, en la inhabitabilidad: la de esos edificios de cuidado diseño pero carentes de uso porque se hicieron al margen de cualquier necesidad real.
La exigencia de una morada, de un lugar que un individuo pueda llamar suyo va más allá de la casa y la vivienda. El lugar puede paradójicamente consistir en no tenerlo: es la opción por el camino, motivo de la serie fotográfica de Julia Fuentesal y Manuel Díaz Arenillas. El tren como morada despierta la memoria de un viejo filósofo, Bias, que decía llevar consigo cuanto tenía: sus ideas, deseos y proyectos. Pero en otros casos, demasiados, el desplazamiento no es buscado sino forzoso: condena a ser aves migratorias, como los entrevistados por Cristina Mejías, testimonios de quienes tuvieron que irse. En el ocaso del franquismo, este país vivía del turismo y de las llamadas remesas de los emigrantes, es decir, de los ahorros que enviaban quienes tenían que trabajar fuera. Ahora importamos turismo y expulsamos cerebros. El renovado canto a los récords turísticos del año contrasta con el silencio que envuelve a quienes debieron marchar, por la incompetencia de quienes deberían crear puestos de trabajo dignos y no lo hicieron, no parecen dispuestos a hacerlo o no son capaces de hacerlo.
Hay un lugar más amplio y más nuestro, que tampoco escapa a los peligros propios de nuestro tiempo: la naturaleza. Sonia Espigares lo advierte con sus fotografías. La naturaleza puede ser refugio para el viajero, como indica sutilmente Detrás, o abrigo para una población, pero no está libre de amenazas: Asedio puede servir de pista. Tal vez por eso tendemos a estilizar la naturaleza, convirtiéndola en un desiderátum. Así lo hacen dos obras de la muestra. Alba Moreno y Eva Grau construyen una escultura que me parece sutil metáfora del cuerpo inteligente. Si el gran cilindro de cobre remite a la condición del animal humano, bípedo que por ser tal puede mirar a lo lejos, superando obstáculos e intereses mezquinos, el fragmento de malaquita, en su base, recuerda que somos carne y hemos de pisar tierra para -como el titán Anteo- recuperar fuerzas. En el mismo sentido, Refugio de Lola Guerrera: la diagonal de flores, hojas y hierbas despierta la memoria de la naturaleza como acogida.
Tal vez sea más potente aún la otra obra de esta misma artista que convierte la cama, lugar de ensueño, amor y reposo, en tienda o guarida, emulando un célebre texto de Natalia Ginzburg. Este último trabajo señala que la búsqueda de un lugar propio no es un deseo abstracto y es mucho más que una reivindicación social. Quizá esté aquí el centro de gravedad de los nacidos en los 80. Por eso cobra especial sentido el vídeo de Beatriz Ros que ha de recurrir a un gesto cercano a la laceración para descubrir que sigue estando viva.
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