Más o menos Murakami
La muerte del comendador (Libro 1) | Crítica
El superventas japonés regresa con 'La muerte del comendador', primera parte de una historia en la que su sello personal aparece un tanto desdibujado
La ficha
La muerte del comendador (Libro 1). Haruki Murakami. Trad. Fernando Cordobés y Yoko Ogihara. Tusquets. Barcelona, 2018. 480 páginas. 21 euros
Haruki Murakami lleva tiempo escribiendo el mismo libro. Imprime su sello personal a todo lo que publica y no decepciona a la legión de seguidores que quieren leer lo que el escritor japonés les ofrece, ni más ni menos. La presión debe ser intensa porque su nombre se ha convertido en un evidente reclamo editorial. Del Murakami de siempre sigue quedando mucho, pero en su nueva entrega, La muerte del comendador, algo menos.
El autor insiste en indagar sobre las exigencias de la creación, reflexiona sobre el hilo difuso que separa la realidad y lo sobrenatural, que para él siempre han tenido interesantes puntos de conexión, y utiliza como médium natural a un personaje que atraviesa una crisis personal. Son sus temas recurrentes.
En este caso, el protagonista es un artista -en concreto un pintor de retratos-, la crisis personal le viene dada por su reciente divorcio y su contacto con lo sobrenatural parece más bien una mera elucubración de su imaginación, si no fuera porque comparte la experiencia con otra persona. Es un personaje sin nombre, casi el único que no lo tiene en una novela en la que los nombres son importantes porque parecen aportar información extra. La narración, en primera persona y lineal, excepto breves intervalos en los que se recuerdan experiencias pasadas, propicia que el lector esté en disposición de acompañar al protagonista a cada paso, de convertirse en su sombra.
Este primer libro de una novela que se interrumpe sin dejarnos vislumbrar su derrotero, nos cuenta los avatares de este pintor tokiota, que se gana la vida haciendo retratos por encargo, durante un voluntario retiro en una casa en mitad de la montaña que le presta un amigo y en la que ha vivido el padre de éste, un afamado pintor de estilo japonés. El protagonista llega a este entorno propicio para la revelación tras un viaje al norte del país que se convierte en el principio de una nueva vida, un recurso éste muy recurrente en la obra de Murakami.
Que el protagonista sea pintor no es trivial, sino más bien parte fundamental de la trama. La intención del autor parece ser distanciarse de la figura del creador, pero a la vez intentar volcar en él muchas sus propias experiencias, fortalezas e inseguridades. La cuestión es que la trasposición de papeles no siempre es efectiva porque, por mucha desazón que produzca, no es lo mismo enfrentarse al papel en blanco que al lienzo en blanco. La pintura juega, en general, un papel importante en la novela. La historia oculta en un cuadro que el protagonista encuentra en el desván de la casa es también una línea argumental que va cobrando fuerza y complejidad. El lector se enfrenta, sin embargo, a una historia que, quizás por su carácter de parte de un todo que se cerrará en una segunda entrega, no queda consolidada.
Hay en esta novela otros elementos a los que los lectores de Murakami están menos acostumbrados. Por ejemplo, las numerosas escenas de sexo explícito que se alejan del evasivo erotismo de otras de sus obras. De hecho las apariciones del personaje de "la amante", sin nombre propio, suponen interludios que aportan poco peso a la narración. También se decide el autor en esta ocasión por darle mayor peso a la cultura tradicional de su país, aunque desde una perspectiva casi pintoresca. En las páginas de este libro, por ejemplo, se explica en qué consiste la pintura japonesa y aparecen autores como Ogai Mori y Ueda Akinari, un escritor fundamental de la literatura japonesa del XVIII. Uno de los relatos de este último autor parece tener cierto peso en la trama, aunque finalmente esta impresión se diluye.
También hay homenajes a la literatura occidental. El mismo Murakami reconoce su deuda con El gran Gatsby y admite que uno de los personajes principales del libro, el extraño y sibarita Wataro Menshiki, está inspirado directamente en la obra de Fitzgerald. El aire general de la historia que nos cuenta La muerte del comendador es el de una gran novela de intriga de gente bien, hijos secretos incluidos. Atrás quedan los personajes pardillos de otras de sus obras que conmovían al lector con su naturalidad.
También lo sobrenatural, como no podía ser de otra forma, está presente. En esta ocasión lo que llega del más allá es "una idea", que toma la forma del personaje de un cuadro que recrea una escena ambientada en el Japón antiguo. El fantasma en cuestión es un ser de 60 centímetros, ataviado con ropajes de noble del periodo Asuka, que se sienta en las baldas de las estanterías y habla de manera extraña.
Los hilos quedan sueltos. Esa segunda parte que aparecerá en España a principios de 2019 dará la medida de lo que el autor tiene entre manos. Este primer libro de La muerte del comendador es otra historia de Murakami, pero quizás menos Murakami que otras veces. ¿Un punto de inflexión, el agotamiento de una etapa, el inicio de otra? Sólo cabe esperar.
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